Les saludo con estas nuevas líneas, escritas ayer, 27 de noviembre. Un día de reconocimiento a la Academia y a sus artífices, en el aniversario de la fundación de la que es considerada primera escuela pública gratuita de Europa, un 27 de noviembre de 1597, merced a la iniciativa y el trabajo del aragonés José de Calasanz, sacerdote y pedagogo, amigo y benefactor de Galileo Galilei y, desde luego, pionero en la cuestión de la educación colectiva al alcance de todos. Sobre este tema, la educación y el acceso a la misma, tenemos pendiente una reflexión larga -o varias- en tiempos de otro cambio más de la norma que aquí la regula. Un nuevo proceso que, con sus buenas intenciones y sus defectos, bien dará para un par de debates sosegados y tranquilos. Ya ocurrirá. Hoy nos limitamos a saludar con afecto a sus actores y actrices, las personas que en la trinchera se dedican cada día a transmitir el conocimiento, pero también a mucho más. A motivar para el aprendizaje, a trasladar conceptos y realidades, a preparar para pensar, a producir transformaciones que redunden en un mayor nivel de conocimiento en sus pupilos y, en definitiva, a ir convirtiendo a personitas, sin prisa pero sin pausa, en adultos con criterio propio, capacidad de discernimiento y, no tengan duda, cotas mayores de autonomía y libertad.

Detrás de cada una de las sesiones que terminan con el inigualable sonido del timbre del cambio de clase, quedarán ríos y montañas del mundo, las constantes de equilibrio Kc y Kp en una reacción química, aceleraciones centrípetas, integrales por partes, el sistema circulatorio, el Mester de Clerecía, Hume y Platón, “o infinitivo conxugado”, Homero, “the past perfect”, reactivos limitantes y rendimiento de las reacciones químicas, la función derivada, los versos de Rosalía de Castro, la prosa de Benito Pérez Galdós o de Emilia Pardo Bazán, la toponimia etrusca en Galicia, la planta y el alzado, y muchísimos más contenidos de muy diferentes materias que ¡claro que importan y son necesarios para formar a la persona! Y, ¿saben por qué? Pues no solamente por lo que significan y lo que aportan directamente, sino por su capacidad de enseñar a estructurar el pensamiento, a hablar y a relacionarse, y a fomentar actitudes, ideas, prácticas y creencias que aportarán valor al individuo y, a través de él, a toda la sociedad.

Sí, amigos y amigas, la educación mola, y mucho. Y de cómo sea la educación en un grupo humano se deriva buena parte de cómo será tal sociedad y qué será capaz de llevar adelante para el beneficio colectivo. Insisto en ello, a pesar del descalabro por estos pagos en todo lo que signifique colectivo y responsabilidad medianamente ilustrada. Ya saben que soy bastante escéptico con la sociedad española, en general, y que les he ido contando mis desencuentros con la misma a tenor de la crisis del coronavirus y del comportamiento de buena parte de ella, que sigue pidiendo a gritos ser tutelada ante su bajo umbral de responsabilidad. Pues bien, si esto es así, imagínense cómo estarían las cosas si el nivel educativo fuese menor. Aún así hemos de lidiar con “antivacunas”, “terraplanistas”, “negacionistas” varios y demás tribus identitarias que rezuman ignorancia por los cuatro costados, incluyendo a aquellos que pasaron por una Universidad, o incluso por una Facultad de Medicina, y son incapaces aún de entender el nítido papel de los aerosoles en toda esta historia. Cuando la crisis es dura, y la tormenta arrecia, es cuando se ve lo mejor y lo peor de nosotros mismos.

Es por eso que debemos centrarnos en lo importante, que no es si podemos sentarnos seis o diez a la mesa en Navidad. No, queridos. No puede haber mesa de Nochebuena o de Navidad, tal y como la hemos entendido hasta ahora. No toca. Y se lo dice uno que, en los últimos 52 años, jamás ha faltado a una mesa sencilla, pero llena de ilusión y cariño, amor y cuidados. Uno que tampoco ha salido de casa jamás en la Nochevieja, para estar con su familia y, sencillamente, conversar y compartir. Uno que ha vivido cada año esos instantes como mágicos, a pesar de las ausencias y de los recuerdos, y de las dificultades en ocasiones para poner, al mal tiempo, buena cara. Uno que el año pasado renovó su árbol y al que le gustaría sacarlo de nuevo del trastero para iluminar un trocito de todos nosotros. Pero no, este año no habrá nada de eso. No toca, simplemente. Hemos de cuidarnos, y aguantar a que la ciencia -sí, esa que, en último término, bebe de la escuela y hace cantera en ella- nos obsequie con una bendita vacuna que nos aparte esta pesadilla que mata a uno de cada cuatro de los que ingresan en el hospital por su mala evolución. Hemos de ser responsables. Hemos de celebrar de esa forma la Navidad en junio o julio, o dejar para diciembre de 2021 esa merluza mariscada que tan rica le sale a su suegra, o la clásica -pero también fantástica- coliflor con bacalao. Es lo que hay. Y así tiene que ser, aquí y ahora.

Una de las cosas que más costó en las primeras crisis del ébola en Congo y otros países fue la de convencer a la población a que no sometiese a sus seres queridos fallecidos por el brote a los tradicionales ritos de lavado, antes de despedirse de ellos. Terminaban todos contagiados. A veces hay que cambiar nuestro proceder, por mucho que nos cueste, para obtener resultados diferentes. La educación nos hace entender que ese, y no otro, es el camino ahora. Ahórrense las diatribas. Los estériles debates. Los improperios a favor o en contra del Gobierno Central, de los Autonómicos, o de cualquiera de sus iconos. No va con ellos. Ni son ellos los que deben motivar nuestro comportamiento. Es nuestra educación. Nuestro conocimiento de la causalidad -relación causa efecto- y de que un virus nos amenaza y, a través de nosotros y convirtiéndonos en su vector, también a todos los demás. Eso es lo que ha de conmovernos y convencernos. Nada más.

Esta Navidad yo estaré en contacto telefónico con mi familia, con la que llevo esos 52 años ininterrumpidos cenando y comiendo, aparte de otros muchos más días, el 24, el 25 y el 31 de diciembre y el 1 y 6 de enero, y me sentirán cerca, como siempre. Pero ni les pondré en peligro ni viceversa. Háganlo así, se diga lo que se diga y se cuente lo que se cuente. Cualquier contacto estrecho con no convivientes es una nueva posible puerta de avance del virus. Y comer juntos implica todas las papeletas para que planee sobre todos el desastre. No es prohibición. Es educación. No es decreto, ni siquiera sentido común. Es ciencia. Es lógica. Es orientación a resultados. Es buscar lo mejor de nosotros mismos para construir lo de todos. Sin ninguna duda.