La primera acepción de la palabra secuela, según el Diccionario de la RAE, es “consecuencia o resulta de algo”, que aplicado a la pandemia del coronavirus busca determinar los efectos que nos está dejando la alevosa enfermedad de la COVID-19, que, como nueva palabra española admitida por el citado Diccionario, significa “síndrome respiratorio agudo producido por un coronavirus”.

La primera consecuencia de la declaración del estado de pandemia, que tuvo lugar a mediados de marzo, fue la práctica desaparición de las primeras planas de los distintos medios de las noticias relativas al secesionismo catalán y su sustitución por todo lo relacionado con la situación de crisis sanitaria ocasionada por la COVID-19. Lo cual provocó que pasáramos de una situación de hartazgo y, en algunos, hasta de angustia política, a esperar asustados los nubarrones que se anunciaban, sobre todo por la Organización Mundial de la Salud, en el sentido de que nuestra salud se vería seriamente afectada por un virus, el coronavirus, muy contagioso y mortal para las denominadas personas de riesgo (los mayores).

Pasados ocho meses desde entonces hoy y cuando parece que empieza a estar controlada la segunda oleada de la pandemia, las principales secuelas que ha dejado la tenebrosa enfermedad de la COVID-19 son: incredulidad, desconcierto, inseguridad, desconfianza, miedo, rechazo, desesperanza, cansancio y mucho, mucho dolor. No me equivoco demasiado si digo que nuestro espíritu ha pasado por todos o la mayor parte de esos estados desde el comienzo de la pandemia hasta hoy. Veamos.

Incredulidad porque no podíamos creer que la avanzada y tecnológicamente muy desarrollada sociedad de nuestros tiempos pudiese sufrir un contagio tan rápido, extenso y grave por un virus. Nos parecía que deberíamos estar debidamente preparados para cortarlo de raíz. Lejos de ello, hemos comprobado con estupor lo indefensos que estábamos frente a una “guerra biológica” como la desatada por la pandemia.

Desconcierto, porque, poco a poco, lo que nos parecía inicialmente increíble se fue haciendo realidad. En el campo abonado de los pesimistas anidó fácilmente el estado de abatimiento ante la situación que se avecinaba y los optimistas fueron comprobando estadísticamente que se iban haciendo realidad los negros presagios de los que anunciaban la llegada de las “penas del infierno”.

Inseguridad, porque el enemigo invisible al que había que hacer frente, nuestros contrincantes, eran los coronavirus, que no exceden cada uno de ellos de las 15 micras de longitud. Este enemigo oculto, del que los más preparados sabían más bien poco, no solo campaba a sus anchas por doquier, sino que se iba propagando incontroladamente por nuestro entorno, generando la sensación de que podíamos caer en sus garras.

Desconfianza, porque las aseveraciones que propagaban a diario en sus comparecencias públicas los políticos y sanitarios encargados de gestionar los recursos contra la pandemia eran rápidamente contradichas por los hechos, lo cual situaba a los informadores “oficiales” ante una especie de “piñata”, en la que no hacían más que dar palos de ciego, dando la impresión de que vivían en un estado de permanente improvisación.

Miedo, porque las noticias sobre el creciente número de contagios y de fallecidos, sobre cuyo número no había la exigible política de transparencia informativa, provocaba que creciera la sensación de que perdíamos el control de nuestro quehacer diario, lo cual se traducía en que veíamos a los familiares, amigos y allegados como posibles portadores de la amenaza.

Rechazo, porque era la reacción defensiva lógica ante lo desconocido. Deseábamos obligar a que retrocediera o reculara a todo aquel que pretendiera tener cualquier contacto físico con nosotros. Pero con la agravante de que el rechazo, además de frente a la generalidad como posible portadora del virus, lo manifestábamos también frente a terceros con los que hasta la llegada de la pandemia teníamos una relación de cordialidad y cercanía.

Desesperanza que no desesperación, porque estamos en un estado de ánimo en el que se ha desvanecido (pero no desaparecido) la esperanza de que pase de una vez por todas esta pesadilla que ha trastocado tanto nuestras vidas.

Dolor, mucho dolor, porque hemos visto caer en ese campo de batalla inexplicable a muchos de nuestros, familiares, amigos y allegados, de los que solo pudimos despedirnos con una mirada o una palabra, con los denominados abrazos del alma, y no ciñéndonos o estrechándonos físicamente los brazos.

Y cansancio que es el resultado de todo lo que antecede. La fatiga que experimenta nuestro espíritu nos está sumiendo en un estado de pesimismo que agrava la salud mental de muchos de nosotros. Por eso, estas palabras son una llamada a la resistencia, porque cada vez está más cerca el final. No se sabe cuándo volveremos a la normalidad anterior y si los nuevos tiempos serán como los previos a la pandemia. Razón por la cual solo se me ocurre desearos valor y energía para alcanzar la orilla de los nuevos tiempos.