Cuando llegamos al mundo, no nos queda más remedio que vivir al son de lo que quienes lo habitaron antes que nosotros dispusieron como normativo y cotidiano. Se nos transmiten saberes, misterios, temores, fantasías, valores, doctrinas, historias, verdades, mentiras, liturgias e incluso aspiraciones, prolepsis, augurios; en definitiva, todo un relato de la existencia mejor o peor elaborado, de ordenada apariencia y con marchamo de veracidad. Alcanzar una visión propia del, llamémosle, estado de las cosas, supone un ejercicio de lucidez quizá ilusorio, pero que necesariamente pasa por el conocimiento y la comprensión de ese relato y el ejercicio de una libertad personal, bien entendida, que lo trascienda. Una libertad de pensamiento que tantas veces al lo largo de la historia ha costado a quienes la han propugnado toda clase de iniquidades y sufrimientos. También hoy, igual que siempre, hay quienes se sienten crónicamente agraviados por las ideas, opiniones o actitudes diferentes de otros (ideas y comportamientos que en nada afectan a la libertad personal de los presuntos agraviados, como el matrimonio entre personas del mismo sexo, la libertad sexual, el aborto, la eutanasia, el laicismo, el multiculturalismo, la igualdad de oportunidades, etc.) y no dudan en abalanzarse con fiera inelegancia al cuello de sus imaginarios adversarios. En las redes sociales, el espectáculo no pasa de virtual, aunque sabemos de sobra el daño que este tipo de cacerías puede llegar a infligir a quienes las padecen (el suicidio continúa siendo el gran tabú de eso que llamamos opinión pública), pero en el mundo real, pensar libremente no solo puede provocar la ira dialéctica de muchos, sino también el rechazo, la marginalidad y, cómo no, la violencia. Nuestra democracia sufrió durante décadas el delirio rupestre de ETA y algo igual de grave, la crítica o la indolencia de buena parte de la sociedad hacia quienes tenían el valor público de mostrar su repulsa a la banda de asesinos y a la red mafiosa que le daba cobertura. Por supuesto, estas cosas se olvidan enseguida. Pasar página es la frase preferida de quienes más tendrían que avergonzarse.

En esta modernidad nuestra, no cabe duda de que, a pesar del rancio conservadurismo de ciertos partidos políticos, hemos hecho grandes avances sociales. Sin embargo, da la impresión de que la tendencia humana al pensamiento masificado es universal y recurrente y, en los últimos tiempos, se ha recrudecido (quizá amplificada por la histeria de las redes) la intransigencia hacia quienes no se pliegan al discurso del rebaño. Las diferentes facciones venden sus ideas bien empaquetadas, con su propia imagen de marca, lo que facilita mucho las cosas a esa masa de gente que busca identificarse con una tendencia que la defina, sin tener que hacer el esfuerzo de pensar por sí misma. Te compras un paquete ideológico y solo tienes que leerte el manual de instrucciones para saber qué opinar y cómo actuar en cada momento de tu vida; ideal para saber a quién llamar fascista o rojo a golpe de tuit. Y a otra cosa.

*Escritor