Buen día, amigos y amigas. Aquí estamos de nuevo, cruzado el Rubicón de mediados de diciembre y encarando ya los últimos coletazos de este año 2020, difícil donde los haya habido. Y, aunque la línea temporal sea en realidad ajena a las artificiales divisiones en períodos, años y estaciones, únicamente tenidas en cuenta por nosotros, los humanos, sumémonos a ese coro de voces que desean con ilusión que el 2021 nos sea un poco más propicio. Ojalá que en el mismo podamos, de la mano de la ciencia, derrotar al gran enemigo, o al menos situarlo en un plano mucho menos relevante. Y que los próximos meses nos permitan volver a vernos con seguridad, aprendiendo de lo vivido y valorando todo aquello que, en este tiempo, se nos ha ido quedando atrás. Será una inmensa felicidad.

Pero no basta con confiar en esa solución científica, fruto del conocimiento acumulado por generaciones y del desempeño de profesionales de muchísimas disciplinas, aliados para frenar al virus. Es de suma importancia, claro, pero hace falta algo más para que el final de esta pesadilla, que no será feliz y que se habrá llevado por delante miles de historias, empiece a ser una realidad. Y es que a la ciencia y su trabajo hay que sumar las voluntades, las convicciones y los hechos de cada uno de nosotros. Y, ¿saben por qué? Pues porque con todo ello, con nuestros gestos de cada día y con las decisiones que tomemos, haremos más fácil o más difícil la transición de este período de contagios mantenidos y ahora ya parece que crecientes, a una situación mucho mejor. Todos somos parte del problema, y también de la posible solución, porque todos podemos ser vectores de la enfermedad asociada al SARS-CoV-2. No es una historia de buenos y malos, o de catalogar moralmente a nadie. Pero sí de, desde un punto de vista práctico, entender que cualquiera de nosotros podemos ser posibles víctimas de los errores o la mala praxis de otros y, recíprocamente, provocar también dolor, sufrimiento y muerte a partir de nuestros propios fallos de seguridad o de nuestras decisiones poco meditadas. Es importante saberlo y, a partir de ahí, actuar en consecuencia.

Y es en este contexto donde yo sitúo el papelón que se nos viene encima ahora con la celebración o no de la Navidad. Atónitos asistimos a un toma y daca de propuestas, contrapropuestas, normas y modificación de las mismas por parte de los actores relevantes en la cuestión de la salud pública. De diez personas a seis, y de estas de nuevo a diez, con una, dos o más burbujas familiares juntas, y en horarios que, también, se van editando y reeditando según el momento y la evolución de los casos activos en los distintos territorios. Mientras, se augura una potente tercera ola, que parece incluso que se está fraguando ya a partir de los posibles excesos del puente de la Constitución o de ese engendro al que algunos llamamos “Blas Fraile”, y que no deja de ser un estallido, intenso y magnificado hasta el infinito, de esa idea tan antigua de lo que siempre fueron las rebajas. Todo ello parece que nos ha dejado su impacto en términos de agravamiento de la situación de la pandemia, sobre todo en territorios concretos, y lo que es evidente es que las fiestas navideñas pueden constituir el caldo de cultivo ideal para que todo acabe de ponerse francamente feo para una temporada.

Por eso, y precisamente porque en esos mismos días de celebración van a comenzar las campañas de vacunación que pueden dar el necesario vuelco para bien a la situación en unos meses, yo me pregunto... ¿pero de verdad es necesario celebrar la Navidad ahora, en el sentido tan de estas latitudes de juntarnos, comer juntos y establecer prolongadas sobremesas? ¿Es tan crucial? ¿Sabemos lo que nos jugamos? Y, ¿somos conscientes del daño que puede hacer esto a los demás o a nosotros mismos? ¿Han analizado ustedes el coste y el beneficio de todo ello?

Yo sí lo he pensado y, hace ya bastante tiempo, sé que no saldré de casa esta Navidad. No me juntaré con la familia, aunque lo eche profundamente de menos y sea la primera vez en tal tesitura. Permaneceremos aislados, con los imprescindibles contactos durante ese tiempo, fuera de cuestiones de trabajo y obligaciones de otro tipo, pero sin interactuar y poner en riesgo a los demás o a nosotros mismos. No comeremos con nadie. Y, si en algún momento es posible ver a la familia, será para charlar con distancia y las medidas de seguridad habituales ya desde hace muchos meses, pero jamás para sentarnos a la misma mesa. No toca. Podemos esperar. Debemos esperar. Y es mejor que esperemos.

Honestamente, creo que esto es lo que habría que haber pedido a todos desde las instancias públicas. Sé que es difícil y que hay muchas presiones. Sé que una cosa es predicar, y otra dar trigo. Pero, ciertamente, en este tiempo en el que se atisba una luz razonablemente brillante al final del túnel, creo que vale la pena un extra de contención y sosiego, aunque esto signifique, de alguna manera, seguir pausando nuestras vidas. Pero sí, vale más la pausa que el game over. Y, sobre todo, vale más sentirse un tanto aletargado que ir a casa de los nuestros y, aparte de algún turrón y unas ricas viandas, llevar también el coronavirus.

Cuídense muchísimo en estos días y recuerden, a pesar de que algún político nacional esté estos días diciendo lo contrario, el ámbito familiar y, en particular, las celebraciones de tal índole, son de máximo riesgo. Nadie se contagia o contagia a los demás a sabiendas o por fastidiar. Son nuestros pequeños —o grandes— fallos de seguridad, las apuestas arriesgadas y el “malo será” los que tapizan los informes de PCR de diagnósticos positivos, los hospitales de ingresos y las UCI de casos inviables y “exitus”.

Feliz Salud. Feliz prudencia. Feliz responsabilidad. Feliz civismo. Feliz contención. Feliz cuidado. Feliz Navidad, en la que yo me quedo en casa por ustedes, por mí y por todos.