Reformar y modernizar la Administración pública en su conjunto es una tarea apremiante e inaplazable. Por imperativo de la sociedad digital, por la necesidad de atajar las ineficiencias y por la propia sostenibilidad de las cuentas municipales, autonómicas y nacionales. Los tiempos imponen la gestión telemática. Dejar escapar ese tren convertirá la Administración en una inútil antigualla en un mundo trepidante. Una buena atención requiere rapidez, sencillez y transparencia. El laberinto burocrático acaba con la paciencia de los ciudadanos y traba la economía. En Galicia también. La comunidad debe contar con los servicios de excelencia que pueda costear sin ahogar sus recursos. Muchos empleos autonómicos, provinciales o locales son esenciales, algunos ya no hacen falta y otros están por inventar. Adaptarlos a la realidad, sin desgarros pero con firmeza, no los condena: los salva. Y de paso mejora la vida de los ciudadanos.

Sostenía Maquiavelo que los actos de severidad deben ejecutarse rápido y de un tajo: “Dejando menos tiempo para notarlos, ofenden menos”. No hay otra manera de superar las deficiencias estructurales que lastran el funcionamiento de cualquier país que arremangarse y actuar con decisión; también con sensibilidad. Las medidas basadas en el rigor y la profesionalidad son a la larga, como demuestra la experiencia, sumamente provechosas aunque también tremendamente impopulares porque exigen altas dosis de implicación, diálogo y renuncias.

Muchos políticos actuales, infectados de populismo, sienten alergia a exigir a la parroquia esfuerzos y sacrificios. Muestran en cambio una patológica adicción a eso que algunos analistas denominan “déficit electoral”: el gasto espontáneo a espuertas para regalar los oídos a la clientela en la competencia por amarrar los votos.

Reestructurar en profundidad la función pública en todas las administraciones es un acto de responsabilidad de esos que, conducido a buen puerto, cambia para bien y por décadas el futuro de una comunidad y un país. Y sin embargo sigue siendo una de las grandes reformas pendientes. Lo hecho hasta ahora no basta. Ni en los ayuntamientos, ni en las diputaciones, ni en las comunidades, ni en la Administración central. Los hechos responden por sí mismos. Gobiernos de signo distinto han tenido muchas ocasiones para actuar a fondo y se ha dejado pasar mucho tiempo.

Acuciados esta vez por las graves heridas de una pandemia devastadora sin suturar, estamos ante una oportunidad de oro, quizá la última, para acometerla en profundidad. Pero para ello hace falta que los responsables de las mismas actúen con valentía y determinación. Al contrario, aquellos que sucumban a las presiones de colectivos con intereses directos o corporativistas o a la tentación tancredista de que nada cambie y no sean capaces de adaptarse para seguir siendo útiles al ciudadano incumplirán, en primer lugar, su obligación de dar un servicio de calidad, eficaz y eficiente al ciudadano y, en segundo lugar, estarán poniendo en grave peligro la pervivencia de las instituciones. Más aún ahora con la economía al borde de la quiebra.

La Xunta viene de anunciar que agilizará por ley los plazos de trámites para las empresas, eliminando solapamientos innecesarios y duplicidades entre departamentos. Pudo haberse hecho mucho antes, pero ese es el camino a seguir. Lo que procede exigir es que, ya que tarde, sea al menos en verdad un camino y no mera palabrería. El tiempo lo dirá.

Porque para hacerlo, para emprender de verdad ese camino transformador, no hay que inventar nada, pues el mejor ejemplo para inspirarse está muy cerca: Portugal. Hace ya años puso en marcha un ministerio volcado en acabar con una montaña de normativa basura y en modernizar la administración con la implantación de una ventanilla única digital. Hoy es todo un ejemplo de gestión administrativa en Europa.

La misión es delicada, ciclópea. Pero solo intentándolo existe posibilidad de progreso. Tendiendo la mano a los funcionarios y sus representantes para colaborar en el propósito común de propiciar el mejor servicio público al ciudadano y el menos costoso. Que ambas partes asuman que las deficiencias han llegado al límite sienta una base común de la que partir. La coincidencia en el diagnóstico allana el camino.

Este asunto exige hablar sin miedo y con mucha franqueza. En una nación con unos índices de paro escandalosos y una volatilidad laboral altísima, los empleados públicos tienen garantizado el sustento hasta la jubilación. También se lo ganaron en una oposición. A los primeros que corresponde valorar este estatus es a los propios afectados. Pero eso nada tiene que ver con la naturaleza del debate que ahora corresponde abrir.

Remozar el entramado administrativo no significa cuestionar a los trabajadores, poner en duda su dedicación o compromiso, ni socavar sus derechos. Sí adecuar sus medios y actualizar su formación y sus funciones para acompasarlas a unos tiempos fulgurantes que exigen rapidez en las actuaciones y flexibilidad en las respuestas. También en eliminar ese lastre de interminables y farragosos vericuetos administrativos para conseguir un mismo fin.

Gran parte de las actuales plantillas, configuradas en la década de los años 80 del pasado siglo, en plena construcción del Estado autonómico, se jubilará en menos de diez años. El aluvión de bajas podría verse como una amenaza para las administraciones, que perderán experiencia y músculo, pero también como una ocasión seguramente irrepetible para abordar, de una vez por todas, las reformas tantas veces anunciadas como de inmediato arrumbadas en el cajón de los proyectos políticos que todavía pueden esperar.

Las nuevas tecnologías abren paso a un nuevo paradigma a una velocidad meteórica en todos los sectores y los servicios públicos necesitan abordar con igual celeridad el desafío digital por pura pervivencia. La calidad de la función pública ya no se mide por el número de funcionarios sino por su capacitación y la eficiencia de su servicio.

Eliminar trámites, descentralizar la atención, garantizar la permeabilidad entre departamentos para adaptarse a demandas cambiantes constituyen los fundamentos de una clase funcionarial ágil y operativa, del siglo XXI. La piedra angular que la mantenga en pie y le dé sentido no puede ser otra que el mérito. La inercia de la politización lo arrinconó escandalosamente en favor de la sumisión y el servilismo durante décadas. Expedientes anclados, licencias perezosas, plazos inexplicables, requisitos demenciales… Para acabar con cientos de historias atípicas e insólitas de papeleo, para servir a todos en plenitud, la Administración también necesita contar con los mejores. Cualquier propósito regenerador que lo obvie está llamado de antemano a terminar en un fiasco.