La histeria ha tomado posesión de la pandemia, incluso en países como Alemania que todo lo hacían bien. Las pantallas de televisores y móviles se han inundado de expertos ordenando la detención absoluta del planeta, aunque sin aclarar de dónde creen que salen sus sueldos. Puede que tengan razón en sus diagnósticos, incluso en sus pronósticos, tal vez se agradecería alguna solución que no consistiera en matar de inanición a quienes se pretende salvar del contagio. Un seguidor de Jonathan Swift advertirá una correlación entre la profusión asfixiante de profesionales bajo el epígrafe genérico de epidemiólogos, y el auge desbocado de la tercera ola que monta la segunda. A falta de saber qué ocurriría si se callaran, hay precedentes.

Antes de la guerra contra el virus, Occidente libró otra y también a muerte, contra las drogas. Desde la acogedora Casa Blanca, aquel entrañable matrimonio formado por Ronald y Nancy Reagan decidió combatir el narcotráfico hasta su extinción. De los labios de la señora presidenta emanaba el lema publicitario Just say no, porque esa simple negativa curaría las adicciones. Estados Unidos nombró a un zar antidroga y, por si les suena de algo, el país se llenó de expertos con soluciones infalibles.

El resultado de la lucha contra la droga fue un interrogante, por qué la estamos perdiendo. Es innecesario demostrar que hay tanta droga como en los ochenta, que ahora se convive con ella porque no está de moda combatirla, que los expertos son los primeros interesados en mantener el conflicto del que dependen sus sueldos. Crean mercado, por duro que parezca. En otra absurda guerra contra el terror, la multiplicación de cargos antiterroristas fomenta el terrorismo, en atención al principio de que la burocracia siempre llena el recipiente dispuesto para contenerla, por mucho que se amplíe. Más drogas y más virus porque, además, los confinamientos en curso salvan vidas de la COVID pero no de otras enfermedades.