En los últimos días a una servidora le da por pensar en exceso sobre la desgracia que nos ha sacudido a todos durante este dos mil veinte que por fin nos abandona. Reconozco que trato de buscar algo positivo en la sacudida a la que la vida nos ha sometido sin piedad ni miramientos y, lo cierto, es que me cuesta encontrarlo.

Enfermedad, muerte, miseria, gente sin trabajo, otra a punto de ello, ilusiones muertas, carencia de abrazos, ausencia de contacto y un futuro incierto; son el denominador común del sentir de casi todos los ciudadanos de bien. Un país, el nuestro, que parece mirarse cada poco tiempo y, según endurecimiento de las restricciones, en una novela de Dickens. Una historia, como casi todas las suyas, en la que un empobrecimiento cada vez más latente y la ausencia de toda esperanza, salpica los escaparates y también las almas de unos compradores que se reservan para lo que se empeñan en creer que serán tiempos mejores.

A mi juicio, nada de lo visible ha sido bueno este año. Todo ha sido incierto, solitario y triste…, pero en esa soledad es donde se esconde un resquicio del, aunque invisible, único amigo que siento que me ha dejado este año bisiesto, capicúa y malo, o mejor dicho, endemoniado.

El dos mil veinte nos ha obligado literalmente a vivir con los nuestros entre cuatro paredes, veinticuatro horas al día. Nos ha mostrado lo mejor y lo peor de ellos y de nosotros mismos y,a algunos incluso, los ha encerrado con sus captores, maltratadores o torturadores.

Durante el confinamiento, muchos de nosotros descubrimos fortalezas ocultas mientras nos peleábamos con unas tecnologías para las que no estábamos realmente preparados, controlábamos nuestros vencimientos, negociábamos con Bancos, tranquilizábamos a clientes, discurríamos proyectos, echábamos de menos, vigilábamos los avances académicos de unos niños tendentes a distraerse con el vuelo de una mosca, y procurábamos no perder la Fe en nosotros mismos ni en una evolución que cada nuevo informativo nos pintaba un poco más negra cada día.

Queríamos y no podíamos. Conocimos el significado de la palabra impotencia por primera vez. La vida se paró como nunca lo había hecho y la mayor parte de las personas tuvimos que aferrarnos a unos nervios de acero que desconocíamos poseer…, pero en ese ejercicio continuado, muchos conseguimos superarnos a nosotros mismos al vencer al miedo. Pasados los momentos iniciales del pánico a caer, llegamos a conocer la cara del demonio y, cuando esto sucede, uno ya no tiene miedo a casi nada más que a perder la psique que hasta tal momento lo dirigió. Uno se da cuenta de su enorme soledad y comprende que nada se va a solucionar si no es él mismo quien ponga el engranaje a caminar. A partir de ahí, la lucha encarnizada por no decaer, nos hizo mucho más fuertes de espíritu y mucho más tranquilos de alma, crecimos, porque aprendimos a esperar y a relativizar.

Aquellos trabajos por medio de los que soñábamos conquistar el triunfo social, pasaron a un segundo plano. Nos dimos cuenta de que, salvo la salud, el amor de toda índole, la amistad, la compañía y la ayuda de algunos seres excepcionales; todo era una gran mentira. La gran estafa de una sociedad de consumo corrupta y podrida, que estaba pidiendo a gritos parar el ritmo para recordarnos que nadie es más que nadie, que ante la enfermedad y el desamparo todos somos exactamente igual de volubles y que, además de para protegernos del bicho, la parada fue necesaria para que tratásemos de recuperar la esencia de la buena gente, que nunca debió perderse ni debe volver a hacerlo… Y, mientras, la vida se va ordenando a la espera de una vacuna que nos devolverá un pasado mejorado en forma de futuro; no debemos olvidarnos de hacer examen de conciencia con madurez y humildad, para tratar de que el tiempo aparentemente perdido haya servido para algo.