Con un acuerdo in extremis, el Reino Unido ha consumado su salida de la Unión Europea con la pesca como moneda de cambio y gran sacrificada en los estertores de la negociación. Londres culmina el Brexit exultante habiendo logrado de Bruselas la cesión del 25% de las capturas europeas en aguas británicas a cambio de solo cinco años y medio de acceso a las mismas. Tras ese periodo, todo quedará al albur de nuevas negociaciones anuales que presagian más recortes después de lo que ya entregado de inicio. Es decir, aún más zozobra e incertidumbre para la flota gallega. Aunque en una primera lectura del acuerdo —un texto de más de 1.246 páginas que todavía está siendo digerido por el sector— puede decirse que Galicia ha logrado de momento salvar el cuello ya que las afectaciones previstas inicialmente eran mucho más terroríficas, las restricciones a aplicar junto con los aranceles a la flota en Malvinas suponen un doloroso golpe, otro más, a la insoportable penalización de la pesca gallega.

La flota gallega había sorteado prácticamente 2020 sin perder apenas capacidad en aguas comunitarias. Había sido un ejercicio de resiliencia, habida cuenta de las complejísimas dificultades que encara, año tras año, para blindar su competitividad en un escenario de reparto de TAC y cuotas que nunca la ha beneficiado. En un contexto COVID, con la hostelería y restauración cerrada o con severas restricciones y con los precios por los suelos, la cuesta se había hecho más empinada que nunca. Pero también logró capear el durísimo impacto económico de la pandemia, acostumbrada como está a hacer frente con bravura a todo tipo de adversidades. Así hasta que en los últimos días del año llegó el acuerdo definitivo del Brexit, que ha supuesto una abrupta modificación del statu quo en la pesca y unas consecuencias que son todavía imposibles de prever.

El sector pesquero, nuestra flota y su industria, no puede estar permanentemente en un sinvivir, siempre en vilo ante la guillotina de los recortes. Siempre injustamente tratado y sin que apenas se le compense

“Hemos sido moneda de cambio”, ha sido la sentencia más repetida por el sector después del pacto de divorcio, proclamado con toda la liturgia por parte de Ursula Von der Leyen y Boris Johnson. Tiene toda la razón en sentirse así porque la realidad es que, como temía, las prioridades de negociación fueron otras y Bruselas postergó la pesca al último lugar, convirtiéndola de nuevo de ese modo en contraprestación para otras componendas en aras de alcanzar el acuerdo final.

Es un sentimiento legítimo frente al que las administraciones públicas no deben esconderse. Tan dramática era la previsión inicial de condena para la flota gallega con el Brexit y tan pocas esperanzas había para nuestras aspiraciones dados los precedentes negociadores, que se puede decir que en el primer asalto ha salvado en parte los muebles. Aún así, obviamente, las restricciones son siempre dolorosas para los damnificados y queda todavía por ver la letra pequeña del proceloso tratado. Además de afrontar la espada de Damocles que supone volver a negociar, a la vuelta de un lustro, nuevas condiciones anuales con la consiguiente inseguridad jurídica y económica para encarar proyectos e inversiones. Y así deberá ser partiendo de una mala posición puesto que de entrada la UE ha entregado a Londres un 25% de las cuotas que ya no recuperará.

Si bien es cierto que la flota que faena en aguas ibéricas ha paliado el golpe terrorífico pronosticado inicialmente, también lo es que parte de una desventaja indiscutible: la propia Comisión Europea, en informes oficiales —el último, divulgado hace unos días— apunta que son los pesqueros de altura españoles los menos rentables de las principales flotas europeas. El balance realizado por el Ministerio de Pesca, aseverando que el acuerdo del Brexit mantiene un nivel de cuotas que se “ajustan a las necesidades” de esta industria es sencillamente inconsistente; apuntar, como ha hecho Luis Planas, que aporta “estabilidad”, irrisorio.

Por un lado, porque ninguna otra economía hay más dependiente de la pesca que la gallega. Por otro, porque el vínculo histórico de Galicia con los caladeros de Gran Sol y de Malvinas es tan extenso y fructífero que cualquier retroceso en estas aguas, en forma de recortes o aranceles, tiene siempre consecuencias nefastas. Casi 80 barcos gallegos faenan en Gran Sol y una veintena en Malvinas, cruciales para el sostén de nuestra esencial industria pesquera.

Son muchos los agravios que acumulan nuestros pescadores. Y así siempre, lo que evidencia más de lo mismo: el escaso peso de España para hacerse valer de una vez por todas, condenada a contener el aliento en cada negociación, en cada reparto, siempre a expensas de jugárselo todo en la prórroga. En el año 1986, cuando España se adhirió a la entonces Comunidad Económica Europea, cinco países ya habían forjado los cimientos no solo de la Política Pesquera Común (PPC), sino del llamado criterio de estabilidad relativa. En base a las capturas de los seis años anteriores (a 1983, cuando lo alcanzaron), establecieron unas ratios de cupos que han beneficiado históricamente a Francia, Dinamarca, Bélgica (la flota más rentable de la UE, pese a tener menos de 70 buques operativos), Alemania y Reino Unido. Francia logró, por ejemplo, mantener el acceso dentro de las aguas territoriales británicas (entre las 6 y las 12 millas), que ha podido blindar con el Brexit. A España, entonces con una cuarta parte de toda la capacidad instalada del continente, se le asignaron el 7% de las posibilidades de pesca; las mismas que a los daneses, por cierto, con casi cuatro veces menos arqueo bruto. Una situación de partida que ningún inquilino de Moncloa se ha atrevido nunca a cuestionar en Bruselas. Lo ocurrido en estas tres décadas no es sino el reflejo de la incapacidad, cuando no inmovilismo, de nuestros dirigentes políticos, que se ha venido repitiendo desde entonces, ya que España ha sido incapaz de variarlas.

Con todo, el pacto del Brexit, con ser perjudicial para nuestros intereses, claro está, lo es mucho más para otros países que salen peor parados, como Dinamarca, Países Bajos o Irlanda. De ahí que ahora hasta parezca probable que para compensar ese mayor daño, los Estados que otrora se garantizaron el mejor trozo del pastel, y que recurrentemente se han negado durante tres décadas a modificar el criterio de estabilidad relativa para hacer justicia con España, soliciten ahora un cambio del mismo pero para su propio provecho. Esto es, habrá que ver cómo se ajusta la estabilidad relativa dentro de los otros veintisiete países a partir de marzo, cuando se fijen los cupos en Gran Sol. El riesgo sería mayúsculo si nuestro país no defiende con firmeza y determinación, con políticas proactivas, con todas las garantías, al sector pesquero. Madrid debe tenerlo claro y nuestros Gobiernos están obligados a hacer mucho más.