Al término de su segundo mandato como presidente de los Estados Unidos por el Partido Republicano, el general Dwight Eisenhower dirigió un mensaje a la nación (17 de enero de 1961), en el que prevenía a sus conciudadanos sobre los peligros de subordinar la política de su país a los intereses del Pentágono y de los fabricantes de armas. Temía el ilustre militar (comandante en jefe de los ejércitos aliados durante la Segunda Guerra Mundial y personaje que concitaba una gran simpatía popular) que por esa perversa influencia acabase degenerando la calidad de la democracia liberal y el sistema quedara reducido al triste papel de “fantasma insolvente”. Transcurridos 60 años, muchos de los temores del general han ido aflorando hasta desembocar en el alucinante espectáculo del asalto al Congreso por una masa reaccionaria que intentó impedir la proclamación como presidente de Joe Biden. Con el insólito argumento de que el Partido Demócrata y sus compinches manipularon unas elecciones que, de haber sido limpias, hubieran supuesto la conquista de un segundo mandato para el republicano Donald Trump. El insólito espectáculo del todavía presidente de Estados Unidos alentando un golpe de Estado contra quien está llamado a sucederlo dentro de unos pocos días, captó la atención de una audiencia milmillonaria. Tan estupefacta por lo que estaba viendo como temerosa de que tanta gente armada propiciase una matanza. De momento, hay que lamentar cuatro muertos y casi mil heridos, pero en el clima de violencia extrema en el que vive la sociedad norteamericana parece una factura menor. La mayoría de los analistas lamentan que este episodio pueda arruinar para siempre la imagen de los Estados Unidos como referente ejemplar de las naciones democráticas y guía espiritual del liberalismo económico, más elegante y repeinado. No hay que exagerar. Desde que Washington asumió el liderazgo mundial que dejó vacante Inglaterra a partir de 1945 (su última aventura imperial fue la reconquista de las islas Malvinas), la influencia del complejo militar industrial que tanto temía el general Eisenhower no ha dejado de crecer con constantes intervenciones militares en el extranjero (Vietnam, Laos, Camboya, Irán, Irak, Granada, Panamá, Nicaragua, etc., etc.), so pretexto de instalar allí, a punta de bayoneta, un modelo democrático como el que disfrutan los descendientes de Abraham Lincoln y resto de padres fundadores de la primera república moderna. Un verdadero demócrata nunca se hubiera comportado así, ni tampoco sacaría pecho con la limpieza de su conducta, mientras se le involucra en supuestas actividades relacionadas con cárceles secretas, torturas, apoyo y financiación de golpes de estado y otras perversidades. Alguien debió de pensar que quizás ha llegado el momento de echar sobre la mesa todas las cartas de la baraja y dejarse de pamplinas —(America first de una maldita vez gritaba Trump)—. Setenta y cuatro millones de votos le valieron al personaje del tupé de color zanahoria para legitimar su mejor derecho a residir otros cuatro años en la Casa Blanca sin pagar el alquiler. Dejó escrito el aristocrático Gore Vidal que no le sorprendería que su país, con el paso del tiempo, acabase convertido en una potencia fascista. Reúne condiciones para ello.