¡Feliz Día de Reyes, amigos y amigas! Espero que, dentro de la complejidad del momento, sigan estando todos ustedes razonablemente bien. A ello aspiro y es lo que les deseo, de corazón. Aunque ya saben que, para que sea así, no basta con tener buena suerte. Hemos de seguir perseverando en las mejores prácticas en materia de prevención del contagio, en el día a día, del SARS-CoV-2. Y eso significa, sí, insistir en vivir una vida bastante más recortada hoy, como forma de tener la oportunidad de poder afrontar un mañana. ¡Tengan cuidado, por favor! Sigamos siendo cautos, por encima de todo.

Me meto al tema... Una de las cosas buenas de escribir dos columnas a la semana durante casi veinte años en el mismo periódico es que, a lo largo del tiempo, coinciden artículos en determinadas fechas señaladas de diferentes años. Fechas como las de hoy, 6 de enero, en la que, por ser miércoles o sábado, se produjo la publicación de una de dichas columnas, lo cual me ha ocurrido varias veces. Y claro, escribir en un día como este no deja mucho margen: hay que ponerse, no cabe duda, con algo parecido a una Carta a tan sabias, dignas y egregias majestades de Oriente, pensando en las necesidades de la sociedad entera.

Y, fíjense, releyendo alguno de esos textos me he sorprendido, porque lo que hoy les pediría a los Reyes sigue siendo lo que entonces me venía también a la cabeza. En particular, tengo delante de mí la columna de hace tres años, titulada también “Queridos Reyes Magos (Edición 2018)”. En la misma, a partir de un entonces reciente estudio de la Universidad de Stanford sobre el talento perdido por la falta de oportunidades de unos y la necesidad de colocar a otros, con las competencias adecuadas o no, les pedía a los Magos eso mismo: talento, para una sociedad aquejada de demasiados males y sin demasiadas estrategias exitosas para afrontarlos. En ese momento, y no era la primera vez, ponía el foco de esa necesidad de recuperar el talento perdido, del que no se beneficia la sociedad, que sufre también ante la falta de talento, notoria a veces, que coarta las posibilidades de desarrollo de la misma.

Creo que tal anhelo está vigente hoy más aún, si cabe. Seguimos necesitando talento y priorizar a los mejores en cada campo para poder ir hacia adelante, y no instalarnos en tiempos muertos donde la falta de acción implica claramente un retroceso. Entiéndanme bien, que no me estoy refiriendo a la política -que también-- sino a un ámbito muchísimo más amplio: el de la sociedad entera. E indicadores de que esto ocurre hay por doquier, si uno tiene la voluntad de verlos y asumir qué es realmente lo que nos dicen: hace pocos días se publicaba, por ejemplo, el esfuerzo real en I+D de las diferentes sociedades europeas. Mejor no les cuento, porque la comparativa abruma y deprime.

El ascensor social está más averiado que nunca. En épocas de carestía, los grupos de poder aprietan y lo poco que hay se reparte entre los mejor posicionados para ello por su origen o por los apoyos que tengan. El talento, así, pasa de un tercer o cuarto plano --en España nunca fue considerado lo más importante- a ser algo incluso más irrelevante. Y las camarillas, el “ti de quen ves sendo?” y otros tics de tal tipo se hacen con el control absoluto de la evolución de las personas y, a partir de ahí, del grupo en su totalidad.

Decía entonces que los niños y niñas nacidos en el seno del uno por ciento más rico de la sociedad son los que acaparan los puestos más relevantes, independientemente de sus competencias y capacidades, su desempeño, su nivel de formación real y, también, de su actitud. Esto era claro entonces, lo sigue siendo ahora incluso más y... en el pasado hubo también quien lo denunció y lo expresó negro sobre blanco ante los otros. Emilia Pardo Bazán, por ejemplo, fue una defensora a ultranza de la meritocracia, por encima de otros sistemas de segregación y selección social. Quizá les pueda rechinar que una persona tan bien posicionada abandere tal causa, pero recuerden que la inteligencia no es incompatible con tal posición, y de lo que no cabe duda es de que doña Emilia era, ante todo, una persona inteligente, observadora y dotada de ese talento que, en tantos mentideros, faltaba entonces y sigue faltando hoy.

Ese es el gran tabú de la sociedad, amigos y amigas: el que tiene que ver con el talento. Cuando hablamos en clave individual, bueno... no importa tanto, porque que unos medren sin talento pero con apoyos y otros, con talento, se hundan en el abismo, quizá no sea tan importante salvo para las víctimas. Pero todo adquiere mucha mayor relevancia cuando analizamos sus implicaciones para el conjunto: si los que tienen más talento en cada campo no tienen apoyos para desarrollarse y regalarnos a todos el fruto de tal cualidad, ¿en qué lugar queda la sociedad? ¿dónde iremos a parar?

Son tiempos de cambios, de zozobra, de enormes retos y de necesidad de innovar y abordar el hipotético futuro con capacidad y brillantez. Y, para eso, les pido a los Reyes Magos tal talento para la sociedad en este día mágico, y que la misma lo sepa ver y actuar en consecuencia. Ojalá nos lo traigan.

Déjenme terminar exactamente con el mismo párrafo con el que cerraba el antedicho artículo de 2018, vigente incluso en tiempos de pandemia, donde la salud es tan importante. Decía entonces, hablando de la necesidad del talento, “Y es que, en clave colectiva, ni siquiera la socorrida salud individual es más importante que dicho talento. Para la Naturaleza todos nosotros somos meros seres que completarán su ciclo, y desaparecerán. Lo que queda, la línea verdaderamente inmanente de nuestra huella, tiene que ver con nuestra estrategia como grupo, y con que seamos capaces de colocar a los mejores donde tienen que estar, por encima de los intereses individuales y de grupo. Si no lo hacemos así, nuestro declive será cada vez más acusado.” Actual y, si me lo permiten, hasta un poco visionario, ¿no?