En estos tiempos de reclusión, más o menos voluntaria, me he dedicado, entre otras cosas, a ver series que se ofrecen en las grandes plataformas de contenidos audiovisuales. Entre ellas me llamó la atención, por lo que seguidamente diré, Greenleaf, que se proyecta en Netflix. Versa sobre el mundo de los pastores norteamericanos que predican la Biblia; mundo que yo desconocía por completo antes de empezar a verla.

Lo que me sorprendió de la serie no tiene nada que ver con sus aspectos artísticos o técnicos, sino con el mundo inesperado con el que me topé, el cual me fue suscitando unas reflexiones que tienen que ver con el modo en que ejercían la actividad de predicar la Biblia. Vaya por delante que soy consciente de que es una serie de ficción y que, en consecuencia, no refleja una fiel representación de la realidad. Pero al informarme después sobre el mundo real de los predicadores de La Biblia comprobé que lo narrado en la serie coincidía bastante con el retrato que se hace actualmente de la actividad de los grandes predicadores del continente americano.

La historia que cuenta la serie se desarrolla en una iglesia, denominada Calvary, situada en Memphis, cuyos miembros son en su gran mayoría afroamericanos. Pues bien, la primera sorpresa que me llevé es que la sociedad que se retrata en la serie es opulenta, rica y con un alto nivel de bienestar. Los feligreses viven en general en barrios con buenas casas, y casi todos tienen buenos coches. Y la familia Greenleaf, que es a la que pertenecen los pastores que gobiernan la Iglesia de Calvary, vive en una gran mansión al borde de un lago, repleta de todo tipo de lujos.

No sería sincero si no dijese que, en un primer momento, el opulento entorno material que rodeaba a esa familia de “predicadores” hizo que recordara el debate entre la pobreza predicada por Cristo y la riqueza acumulada por su Iglesia. Pero las dudas duraron el poco tiempo que tardé en darme cuenta del hecho esencial que ha influido decisivamente en lo que voy a reseñar en las líneas que siguen.

En efecto, lo que por mi educación católica tardé en captar en la serie fue que la actividad de predicar la Biblia que llevan a cabo los pastores es una verdadera actividad comercial. Es un negocio que hacen los pastores. Al igual que sucede con otros servicios, como la medicina o la abogacía, hay una clientela que necesita que le den sermones sobre La Biblia y esta actividad es la que le prestan los pastores predicadores, los cuales reciben una contraprestación que reviste la forma de donaciones voluntarias que hacen los fieles.

De la serie resulta que la actividad religiosa que se desarrolla en la Iglesia de Calvary, lejos de ser un contacto íntimo y reservado entre el creyente y su Dios, consiste en una celebración pública y coral, una especie de party espiritual, en el que los pastores lo organizan todo: ponen el local, ofrecen los cantantes, dirigen el repertorio de canciones, y, finalmente, el predicador les recuerda los pasajes de la Biblia con los que alimentan sus espíritus. Perdóneseme lo que voy a decir, pero se parece bastante a ir al dentista o a ponerle gasolina al coche.

Hasta tal punto hay en la serie una “comercialización” de la actividad pastoral que hay momentos en que los propios pastores denominan “clientes” a sus propios fieles, idean negocios para fidelizar su clientela y llegan a relacionar el mayor o menor éxito del sermón con la recaudación habida en la ceremonia religiosa. La mercantilización de la actividad de predicar es tan intensa que hay iglesias como si de empresas mercantiles se tratara que tiene más poder económico que otras; unas que son de ámbito nacional y otras local; y hasta hay operaciones de adquisición por absorción de iglesias pequeñas por otras de mayor dimensión económica.

En la realidad se habla de pastores, como el conocido como Cash Luna, que es fundador y pastor de una de las iglesias cristianas más grandes de todo el mundo llamada Casa de Dios, ubicada en Guatemala. Este pastor, que acumula una gran riqueza, organiza eventos cristianos, a los que llama “Noches de gloria” por toda Latinoamérica y hasta dirige programas de televisión relativos a su actividad pastoral.

Aunque entre los católicos también hay predicadores (los dominicos son conocidos oficialmente como la Orden de los Predicadores), lo cierto es que la predicación de sermones es especialmente importante en el protestantismo, sobre todo entre aquellas confesiones que encomiendan la práctica del culto a predicadores laicos.

La última de mis reflexiones fue que el fenómeno de Greenleaf sería muy difícil que triunfara en España, básicamente por dos razones. La primera es que no son pocos los que creen que la religión le interesa más al Creador que a los ciudadanos y que piensan que el Señor en su misericordia infinita ya hará lo posible por salvarlos. Por eso, son de la idea de que o bien la práctica religiosa es gratis total o, si hay que pagar por ella, que sea voluntario y poco. De no ser así, piensan que lo mejor es darse de baja o no practicar. Y la segunda es que somos una sociedad tan envidiosa que nunca aceptaríamos pagarle a alguien —y mucho menos en las elevadas cantidades de los pastores norteamericanos— por algo tan poco tangible como es la salud del alma. En España sería imposible e inverosímil la respuesta que le da en la serie un pastor a alguien que le comenta lo lujosamente que viven: “a los fieles de la iglesia les gusta saber que sus líderes viven bien”.