Las familias, los escolares y los profesores de Infantil, Primaria, Secundaria, Bachillerato y Formación Profesional están dando una lección. Las clases presenciales acaban de reanudarse tras las vacaciones y los contagios por coronavirus con los que se cerró el primer tramo del curso han sido mínimos. Hasta ahora, aunque el repunte de estos días no es atribuible a las escuelas sino a lo que ha pasado fuera de ellas durante el paréntesis vacacional. Lo que está ocurriendo demuestra que mantener con cierta normalidad actividades imprescindibles y multitudinarias, con toda la prudencia que requieren las circunstancias, y blindarse con éxito frente a un enemigo invisible y voraz no son cuestiones incompatibles. El sentido de la responsabilidad, la disposición general de los afectados a ofrecer lo mejor de sí mismos para minimizar el riesgo y el respeto a las normas que brinda la enseñanza constituyen un espejo en el que otros sectores pueden mirarse.

El primer cuadrimestre terminó con solo 867 casos activos en los centros educativos gallegos. Salvo casos puntuales, en que ha habido que cerrar algunas aulas y clausurado alguna escuela, el balance ha sido positivo. Poner en marcha la enseñanza infantil y media implica movilizar cada día nada menos que a 359.000 estudiantes y a 39.500 profesores, una cifra que roza las 500.000 personas incluidos monitores, auxiliares de comedor y de transporte. Como tantos otros pronósticos fallidos —que las mascarillas no servían para nada, que el patógeno se transmitía en las superficies y no por aerosoles, que con la gripe llegaría la hecatombe...—, la apertura de los colegios no ha supuesto ese temido factor multiplicador para expandir la pandemia. Más bien lo contrario. Es cierto que la situación ha empeorado estos días tras las Navidades, al superarse por primera vez la barrera de los 1.400 positivos —por encima del máximo de noviembre— pero esos contactos en su mayoría son ajenos a la actividad escolar puesto que su eclosión coincide con el paréntesis vacacional. Se ha demostrado por tanto que las escuelas actúan como el primer muro de contención, facilitando la detección de posibles brotes y propiciando a la par su rápido aislamiento y control.

También los buenos resultados de los colegios dejan en evidencia otras anomalías, como la de los centros de salud, recintos acorazados desde hace un año, donde acceder a una consulta resulta un prodigio, o la de las administraciones, atascadas por la lentitud en las citas a los usuarios. Los cambios en la cúpula de la Consellería de Educación, con la llegada de su nuevo titular, también han propiciado una mejor gestión y un mayor entendimiento. Las recomendaciones para afrontar la crisis en los centros fueron muy genéricas. Apenas rebasaron lo que dictamina el sentido común: planificación escalonada de entradas y salidas, lavado frecuente de manos, mantenimiento de la distancia de seguridad... Equipos directivos, progenitores y niños asumen la carga de garantizar con sus acciones la máxima protección sin haber recibido más allá de instrucciones básicas y careciendo de alguna experiencia previa para manejar una situación tan delicada. Ni siquiera la invernada ha sido impedimento para reanudar el curso tras el parón navideño. Con la implicación y el compromiso de todo el colectivo en su conjunto se ha logrado convertir así los centros escolares en lugares seguros frente al virus.

Los niños gallegos están conmoviendo a los profesores por su ejemplaridad. Vitalistas y luchadores, incluso muestran una concienciación mayor que la de muchos adolescentes. Asumen con naturalidad, casi como un juego, las cosas tan distintas que han pasado a integrar su rutina y su indumentaria. Ni siquiera los benjamines, hasta 5 años, prescinden de la mascarilla pese a no tener obligación de llevarla. No hay motivo para pensar que, si perseveran en estas pautas y no varían las circunstancias exógenas, las cosas vayan a torcerse en lo que resta de aquí al verano.

Parte del mérito en esa actitud corresponde a los padres, que inculcan en casa las recomendaciones. Además, a través de sus asociaciones, algunos muestran un elevado grado de compromiso en la búsqueda de ambientes confortables llegando a comprar por su cuenta purificadores de aire para aminorar la apertura de ventanas. Las normas de ventilación obligan a pasar un inmenso frío en este invierno helador. No queda otra que permanecer más abrigados en las aulas, hasta con la cazadora y el abrigo puesto e incluso con gorros de lana. Y palabras elogiosas merecen por igual los maestros, sin reticencias a exponerse ni escatimar sacrificios en favor de la docencia. Unos alargan jornada. Otros pagan incluso de su bolsillo protectores y hasta micrófonos con los que hacerse audibles ante el alumnado.

Vivimos tiempos peligrosos para la verdad y la razón, en los que hordas interesadas utilizan la rabia, el miedo y el odio para desinformar a los ciudadanos y convencerles de cualquier idea descabellada que deteriore la convivencia y reviente el sistema. No existe otra vacuna contra esa ponzoña que la educación. De la primera ola a esta, al menos hemos aprendido que acudir a las aulas resulta fundamental para transmitir y perpetuar el conocimiento con el que se construye una sociedad plural, integradora, comprensiva con el pensamiento del otro y próspera.

Aprender a discernir las falsas realidades, ayudar a elegir con fundamento en qué y en quién confiar, labrar personas críticas y con criterio: en eso consiste la buena enseñanza. Para esa excelsa misión permanecen abiertas contra viento y marea las escuelas, a excepción de algunos cursos en régimen semipresencial. Una imagen de una fuerza simbólica extraordinaria en estos desconcertantes momentos.