Pasaron un año más los Reyes y las cenas y las comidas pantagruélicas, los enmascarados encuentros con los amigos y familiares que no veíamos desde hacía tiempo. Pasaron las noches de calles lluviosas iluminadas por las luces tristes y solitarias de esta Navidad. Pasaron las jornadas de compras innecesarias, obligadas, pesadísimas. Pasaron las pérfidas listas de los mejores del año: los mejores libros, los mejores discos, las mejores películas, los mejores cocineros, los mejores desastres naturales, los mejores crímenes, los mejores muertos, los mejores en todo y los mejores en nada; y también pasaron (de largo) las listas que nadie quiere ver ni entender, las de las crisis profesionales y personales, las del frío en la calle y en las viviendas donde la dignidad es un derecho inasumible, las de la esclavitud laboral (hace tiempo que la palabra precariedad se queda corta), las de la corrupción inagotable, las de la tristeza calada hasta los huesos y los trastornos mentales derivados de la soledad y el rechazo, del ritmo y la exigencia estúpidos que nos hemos impuesto en esta vida única que somos y tenemos, las de la ignorancia cultivada y jaleada por muchos desde (casi) todos los estamentos de la sociedad y difundida por todos los canales de comunicación posibles. Pasaron los vacíos discursos de quienes nada tienen que decir, los ficticios, elocuentes y creativos discursos redactados por escritores que trabajan para organismos y personalidades con el fin de ganarse la vida entre semana y poder dedicarse a la literatura los sábados, domingos y fiestas de guardar. Pasaron los casposos programas de televisión de fin de año. Pasaron las uvas sin pepita y los turrones y el desagradable olor que dejan los langostinos en los dedos. Pasaron los tontos mensajes de WhatsApp, la noche más larga y el día más corto, y ese otro, tan idiota, de los santos inocentes. Pasaron los empachos infantiles y las borracheras de ingenuidad de los mayores, las películas lacrimógenas y ñoñas hasta decir basta, las vergonzosas y edulcoradas canciones navideñas interpretadas por el “artisteo” mediático del momento, la intrépida publicidad siempre ávida por meter el dedo en la llaga del sentimentalismo. Pasaron los fantasmas de todas las Navidades pasadas y por venir. Pasaron, si los hubo, los días de descanso y las horas generosas de lectura. Pasaron las significativas ausencias, los recuerdos dolorosos, las noches de rabiosa lucidez y oscuros pensamientos que remueven preguntas sin respuesta y enigmas sin solución; qué fue de todo, qué será de lo que queda, qué sentido tuvo y tiene o tendrá. Pasaron las misas y los conciertos, la orwelliana ilusión de la lotería, el vino con burbujas. Pasaron los repartidores de Amazon, verdaderos pajes de nuestros días. Y pasaron las risas y los llantos, los abrazos y los besos audaces e imprudentes y los que no se llegaron a dar ni a recibir. Pasaron, en fin, las fiestas. Regresa la pandemia.