Confío, queridos lectores, en que los y las profesionales encargados de reconstituir las vacunas con suero fisiológico, para preparar cada una de las dosis de la misma, sean estrictas con las proporciones precisas de lo uno y de lo otro, y luego administren la cantidad exacta del fármaco al receptor. Esto, que en condiciones normales parece una obviedad, y que a alguien le podría resultar incluso un menoscabo a tal colectivo —lo cual no es mi intención en absoluto— es importante decirlo en el país de los “culines”, los “restos” y la vacunación anómala y vergonzosa de quien, aprobado un férreo protocolo, se lo salta a la torera a partir de su influencia, para su beneficio y el de los suyos. Es importante hacer las cosas bien.

En el fondo estamos hablando de que si tenemos que inyectar una cantidad concreta de determinado principio activo, expresada en moles, manejemos bien los conceptos de molaridad o cualquiera de las muchas otras formas de expresar la concentración de una disolución. Nada nuevo bajo el sol, y que los profesionales, los laboratorios y los servicios de farmacia de los hospitales manejan cada día de forma precisa y exacta. Y es que si la dosis prescrita de cualquier fármaco no es la finalmente aplicada, habrá problemas. O bien el específico en cuestión no surtirá el efecto deseado, o incluso la farmacocinética del mismo puede verse afectada, de forma que se produzcan otras consecuencias, a veces relevantes.

Esto no deja de ser una evidencia más de que la correcta formación es el mejor antídoto para evitar situaciones no deseadas, en todos los ámbitos. De la misma forma que una profesional de la cirugía que interviene un menisco dañado es conveniente que sepa de ello, que un bombero que ataja un fuego es crítico que sepa cómo hacerlo y que una profesional instaladora de gas conozca en profundidad el comportamiento de este y los riesgos asociados a tal operación, las personas que abordan cualquier otro proceso han de saber de él, por encima de todo. Y todo eso es educación.

Pero nuestra protagonista de hoy, la educación, no se queda aquí, sino que su beatífico influjo va mucho más allá de la práctica profesional de cualquier índole. La educación permea de forma clara al terreno personal, y el mero hecho de ver la vida difiere si tienes una base sólida en cualquier ámbito o si no. Y es que es importante reflexionar sobre la realidad cotidiana que nos rodea haciendo un permanente ejercicio de contraste y pensamiento crítico. Así, es para mí maravilloso leer a Aristóteles —su Física y, más allá, su Metafísica, son realmente apasionantes— siendo capaces de entender sus enormes contribuciones ya por el siglo IV a.C., sin que esto desmerezca al poner también el rabillo del ojo en las teorías más modernas. La educación, no cabe duda, es la herramienta que desmonta tantas tontás iletradas que hoy conquistan nuestro mundo a golpe de mensaje viral. Si tienes criterio, no te van a vender mil y una chorradas que a otros les ponen los ojos haciendo chirivitas.

La educación no solo se adquiere en la escuela. Ya les he contado que he conocido, en ámbitos bien diversos, a personas autodidactas, personas con duras vidas, forjadas a sí mismas y capaces de muchísimo, y personas analfabetas cuyo conocimiento era verdaderamente importante. Sin embargo, la escuela ayuda —y mucho— y, siendo el canal habitual de formación reglada en nuestro entorno, hoy hemos de entenderla como un verdadero templo del conocimiento, donde los peques y jóvenes aprenden cosas y, sobre todo, comienzan a educar ese criterio. Esa capacidad. Ese sentido crítico, ilustrado, que tanto les ayudará en la vida. Y que, mucho más allá de lo individual, ayudará a conformar una sociedad mejor, que tanto necesitamos.

Mañana, domingo, es el Día Internacional de la Educación, auspiciado por Naciones Unidas. Este año con la mirada puesta en la regeneración y revitalización de la misma, después de la irrupción de la pandemia causada por el SARS-CoV-2. Es fundamental una educación de calidad y, para eso, hacen falta recursos, capacidades volcadas en ello y el convencimiento en tal empeño no solamente por parte de los responsables elegidos por el pueblo, sino de toda la sociedad. Y es que “un año sin escuela es un siglo de miseria”, como dice el lema de una campaña educativa en América Latina de la que guardo un grato recuerdo. Hace falta progresar en una educación universal de calidad.

Invirtamos en educación, porque eso nunca es gasto. Es creer en un futuro mejor. Los países más potentes a nuestro alrededor destinan cerca del siete por ciento de su presupuesto a educación. ¿Y nosotros?... Hemos de invertir más. Y mejor.

Feliz 24 de enero a toda la comunidad educativa: alumnos, docentes, personal de apoyo, familias y Administración. Feliz 24 de enero, por extensión, a toda la sociedad.