Es sabido que las obras literarias pueden ser clasificadas en distintas categorías en función de sus rasgos comunes de forma y contenido. De los diferentes contenidos que pueden revestir aquellas me interesan ahora ciertos relatos que tienen en común su brevedad, su carácter fantástico y su finalidad didáctica, y, entre ellos, los mitos, las fábulas y las parábolas.

La palabra “mito” significa “narración maravillosa situada fuera del tiempo histórico y protagonizada por personajes de carácter divino o heroico” (acepción 1 del Diccionario de la RAE), así como “historia ficticia o personaje literario o artístico que encarna algún aspecto universal de la condición humana” (acepción 2 de dicho Diccionario).

Los mitos son, por tanto, relatos, historias o personajes, que tienen su origen en la tradición y en la leyenda, cuya misión es aclarar cualquier fenómeno para el cual en el momento de su planteamiento no había una explicación racional y demostrable. Pero pueden ser también narraciones fantásticas en las que intervienen héroes o deidades, cuyo perfil es agrandado en función de las historias y leyendas creadas en torno a sus condiciones sobrenaturales y que se han ido transmitiendo de generación en generación.

Vistos desde la óptica de la función que cumplen, los mitos tienen un gran atractivo para el lector. Más allá de la credibilidad de la propia historia mitificada, al rodearla de elementos imaginarios y heroicos, muestra la mejor parte de la condición humana o explica con la intervención de deidades o héroes sucesos sobrenaturales incomprensibles con la sola ayuda de la razón.

Por su parte, la fábula es, según la primera acepción del Diccionario de la RAE, un “breve relato ficticio, en prosa o en verso, con intención didáctica o crítica frecuentemente manifestada en una moraleja final, y en el que pueden intervenir personas, animales y otros seres animados o inanimados”. La fábula coincide con el mito en que ambos son relatos ficticios y con una intención didáctica. Pero se diferencian en su finalidad: el mito tiene por lo general una función de exaltación de los sucesos o personajes mitificados o de explicación de lo inexplicable racionalmente, mientras que la fábula persigue una función moralizadora que se inserta en la moraleja que transmite.

Finalmente, la parábola es una “narración de un suceso fingido del que se deduce, por comparación o semejanza, una verdad importante o una enseñanza moral” (acepción 1 del Diccionario de la RAE). La parábola, pues, es un relato figurado de un suceso verosímil, del cual, por analogía o semejanza, se deriva una enseñanza deducible, pero que no es explícita u obvia. La parábola tiene como los relatos anteriores un fin didáctico y hay numerosos ejemplos de todos conocidos en los Evangelios.

¿Hay en los tiempos actuales algún relato del ser humano que guarde alguna similitud, aunque sea forzada, con esos tres ejemplos de relatos o narraciones breves propias de épocas anteriores? Cada uno de ustedes tendrá su propia opinión. La mía es que el ser humano sigue recurriendo en la actualidad a esos relatos breves, didácticos, más o menos fantásticos o imaginarios que ensalzan a héroes, explican lo incomprensible y pretenden moralizar a la ciudadanía, y que tales narraciones son hoy las comunicaciones políticas en general: los programas de los partidos, los discursos de los mítines, lo expuesto en las ruedas de prensa, los comunicados de prensa o por Twitter, actos cuya difusión es intencionadamente amplificada a través de los medios de comunicación y las redes sociales.

En efecto, a poco que se mire con atención puede concluirse que la comunicación política en general tiene lugar a través de relatos, generalmente breves, de carácter didáctico ya que tratan de explicar la actuación política de los líderes del partido, comunicación que cada vez tiene más que ver con el mundo de la ficción al sujetarse escasamente a la realidad y cuyo grado de fantasía es mayor cuanto menores son las probabilidades de que gane las elecciones el partido en cuestión. Lo cual se debe a que cuanto mayor sea la certeza de que no va a gobernar menos reparos tendrá en ofrecer lo imposible.

Esos actos de comunicación política imprimen también carácter heroico y epopéyico a los líderes de los partidos —sobre todo a los de “izquierdas” (a los que por eso se les perdona todo) más que a los de derechas— como consecuencia de que carecen de la sana costumbre de rendir cuentas al fin de cada legislatura. Lo cual, unido a la falta de autocrítica y al exceso de autobombo, les hace sentirse, sino deidades (cosa que no hay que descartar de algunos), sí “ídolos” o “estrellas mediáticas”. Y es que se exageran tanto la bondad y el acierto de sus actuaciones que se convierten en gestas épicas que no están al alcance de los mortales, sino únicamente de las divinidades.

Por último, esas comunicaciones políticas tienen también su moraleja o enseñanza. Y es que el escaso grado de cumplimiento de las promesas políticas contenidas en todos esos comunicados se debe a que una buena parte de los líderes políticos ignoran intencionadamente a sus representados y por eso no se preocupan en absoluto de si cumplen lo prometido, ni de la ejemplaridad de su actuación, ni de la transparencia de sus acciones, sino solo de la lucha del poder por el poder: ese es el verdadero y único objetivo de cierta clase política actual.