Viento en popa a toda vela, el año avanza. 3 de febrero, señores y señoras. ¿Se acuerdan de que, hace dos días, estábamos hablando de la Navidad? Pues la inmensa rueda del tiempo sigue girando, impertérrita, y en menos que canta un gallo el protagonista tendría que ser el lacón, bien arropado por grelos y filloas. Sí, y después el siempre mágico estallido de la primavera, de la que sus pródromos empiezan a verse por el jardín. Cambios, más cambios y un contador del tiempo que sigue evolucionando, siempre sin pausa... Como dijo Heráclito de Éfeso, todo es devenir. Lo es, añado yo, haciendo que la vida pase veloz, y que esa ilusión de casi eternidad tan propia de la infancia, cuando la percepción del paso del tiempo es tan diferente, se desvanezca rápidamente transmutada en un frenético correr de los días...

Llegados a este punto siempre hay quien dice esto de “Claro, es que ahora vivimos tan rápido”, o alguna otra expresión similar. Pero la verdad es que, en mi caso, no. No me estoy refiriendo a eso. Procuro contener cualquier forma de estrés, en la medida de lo posible, y practicar la vida lenta. Creo sinceramente que urgencias hay, pero pocas, y que esa visión –tan asociada a nuestra cultura– de creer que cuanto más ocupado está uno, más importante y, además, más feliz es, está equivocada. A mí me gusta cultivar cierta faceta contemplativa, recrearme en el sonido de cuatro o cinco notas encadenadas, como un mantra, contemplar un árbol o el mar durante un rato o, simplemente, ser consciente de mi respiración sin más, o recrearme en la página de un libro sin prisa. No, cuando me refiero al paso del tiempo no lo estoy asociando a una determinada forma de vida que busca el bullicio apegada a ritmos frenéticos y agendas imposibles. Voy más allá. Quizá tenga que ver más con la propia percepción del mismo en la vida adulta, ya me dirán, al margen de cómo podamos vivir y de lo frecuentemente que suene nuestro teléfono. Yo, aún siendo consciente del momento y tratando de vivir lento, constato que el tiempo se nos va de las manos. Que los cumpleaños se agolpan uno tras otro, casi sin control, y que las semanas se van deshaciendo en el aire como un azucarillo en el café. No soy consciente de que haya estrés, más allá del normal y hasta saludable en situaciones concretas. Pero el tiempo se va. Sí, se va. Y, con él, cada uno de nosotros.

Es por eso que he decidido hablarles hoy de esto mismo. Podría hacerlo de muchas otras cosas, pero me doy cuenta de que casi todas ellas están teñidas de la misma tinta indeleble, tan de actualidad. Teñidas de Covid. Y sí, lo he hecho mucho y lo seguiré haciendo, pero hasta el más pintado necesita una breve salida a campo abierto para recuperar un poco de aire fresco en la intimidad, y volver con más fuerza. Y esto es lo que practico hoy, lo que duren estas líneas, hablando simplemente del paso del tiempo, reflexionando sobre la única variable que transcurre únicamente en un solo sentido –al menos fuera de entornos relativistas-– y cuyo hilo va sosteniendo la cronología de cada uno de nosotros. Y, a caballo de la de todos, la de la Historia. La de la personal, y la de la colectiva.

El paso del tiempo es agridulce. Porque, por una parte nos otorga la oportunidad de seguir asomados a este balcón de lo cotidiano, de estar vivos. Y, por otra, nos va arrebatando personas, que luego añoramos, y situaciones que se acumulan en nuestro recuerdo. Pero soy de los que no tienen ninguna duda de que la dulzura de su paso es siempre mucho mayor que toda la acritud que con ella se concatene. Y es que la alternativa al paso del tiempo siempre es peor, conjugado como parón vital del que nunca se sobrevive. Que no siga pasando el tiempo para uno es, sencillamente, no estar. No vivir. No tener tal dicha de poder contarlo. Por eso la vejez, la senectud, la ancianidad... son bellas en sí mismas, aunque en Occidente nos empeñemos en lo contrario. No porque supongan un cúmulo de belleza, de armonía o de fuerza vital... sino porque sus alternativas son un reloj parado, el no disponer de más tiempo para nada.

Soy de los que ama cada segundo, por mucho que se me antojen efímeros, incluso en esta tesitura de contención en que vivimos solamente una pequeña parte de nuestras acciones de antaño. Los amo y los protejo porque son los míos, de los que dispongo en este momento, y cuya cuenta bruscamente se interrumpirá. Quizá la pandemia sirva para que, quien no era consciente de ello, sepa ahora que ese reloj vital es frágil, y que se detiene de repente sin vuelta atrás, de forma personalizada y particular. Siempre ha sido así, claro, pero había quien era menos consciente de ello. Quizá en mi caso, por haber visitado lugares y conocido situaciones donde la vida es tan hábil, lo he visto siempre de otra manera, sabedor de que poco más tenemos que nuestra propia ilusión, el compromiso que seamos capaces de desplegar, y ese eterno “tic tac”, que dura lo que dura mientras dura, sin más. Un tiempo en que las horas, los minutos y los segundos son tan poco. Un tiempo precioso, aunque todo sea tan efímero.

Disfruten de su tiempo, y hagan bonito el de los demás, en la medida de lo posible. Ese es el camino de la felicidad, creo yo. Hoy tan solo pasa el tiempo en estas líneas... No hay más. Mañana, volveremos a la realidad. Volveremos al Covid. Volveremos al día a día. Hoy, conmigo, recréense en el latido de cada segundo... Tic... Tac...