Días grises. Lluvia. Calles vacías y con aire de abandono, de domingo antiguo o de jornada de huelga general en sesión continua. Nos guste o no, la vida de la ciudad son sus bares, sus calles estrechas y sucesivas repletas de cervecerías y pequeños restaurantes, de tabernas y casas de comidas, de cafeterías y modernos locales de tapas sofisticadas. Ahora las persianas bajadas se multiplican como los charcos y los chorretones de orines de perro que ennegrecen escalones y portales, bordillos, farolas y fachadas. Hay un silencio extraño, o el sonido triste de muy pocas voces, del viento que aúlla en las esquinas. Solo los coches perseveran, dueños de la ciudad tras décadas de privilegios en detrimento del transporte público y de los peatones.

Al salir de trabajar, el camino de vuelta a casa es desolador. Todavía estoy a tiempo de pasar por el supermercado o la farmacia, y si no hubiese dejado de fumar hace más de quince años, bien podría comprar también una cajetilla o un cartón de tabaco. Con este panorama, uno a veces fantasea con recuperar antiguos vicios. Fumar está prohibido en casi todas partes, pero resulta que a los estancos se los considera una actividad esencial (¿para la vida?) y, por lo tanto, su horario en esta época de restricciones pandémicas es el mismo que el de las tiendas de alimentación. Las librerías, sin embargo, permanecen cerradas a esta hora todavía temprana de la tarde. Por suerte, gracias a mi incorregible consumismo libresco, tengo novelas de sobra para leer. Algunas, por cierto, con muy buena pinta, como la ópera prima de Manuel Horno, Las Haraganas (Bala Perdida, 2020), una novela rural y costumbrista que apetece abordar, precisamente, por su promesa de lentitud y su aroma muy literario, algo cada vez menos habitual en las mesas de novedades. En estos últimos meses, destacaría en esta misma línea dos libros que he devorado y disfrutado mucho: Primavera extremeña (Alfaguara, 2020), de Julio Llamazares y El banquete anual de la Cofradía de Sepultureros (Random, 2020), de Mathias Enard, obras para leer con calma y tiempo por delante, de modo que puedas darte el lujo de saborear y digerir convenientemente la excelente prosa de estos dos grandísimos escritores.

¡Ay!, siempre a vueltas con el tiempo. El que perdemos y el que nos quitan, el que malgastamos y el que aventuramos ingente en un incierto futuro cada vez más ilusorio. Se atrevió hace poco Íñigo Errejón a hablar de tiempo en el Congreso. Reducir la jornada laboral, devolverle a la gente algo de tiempo para la vida, para verla y pensarla y leerla y masticarla, para bajar el ritmo y darle también un respiro al planeta. Vivir más despacio, disfrutar incluso de cierta haraganería, como en la novela de Horno. Pero supongo que esta iniciativa de Errejón no habrá tenido mucho recorrido, que enseguida habrán surgido voces inflamadas tildándolo de vago redomado. Pues nada, esperaremos fumando a que abran las librerías.

*Escritor