Escribió Baltasar Gracián en su obra el Arte de la prudencia. Oráculo manual, bajo el rótulo El arte de la suerte, que “la buena suerte tiene sus reglas; no todo son casualidades para el sabio; el esfuerzo puede ayudar a la buena suerte.

Algunos se contentan con ponerse confiadamente a las puertas de la Fortuna y esperar a que ella haga algo. Otros, con mejor tino, entran por esas puertas y utilizan una audacia razonable que, junto a su virtud y valor, puede alcanzar la buena suerte y obtener sus beneficios. Pero, si bien se piensa, no hay otro camino sino el de la virtud y la prudencia, porque no hay más buena ni mala suerte que la prudencia y la imprudencia”.

Estoy de acuerdo con este comentario de Gracián. Al igual que él pienso que en la suerte interviene el azar o la casualidad, cosa que sostiene cuando afirma que en la buena suerte “no todo son casualidades”. Y es que si dice que “no todas son casualidades”, admite implícitamente que algunas al menos lo son. Que en la suerte interviene el azar resulta ya de su primera acepción gramatical, según la cual por suerte se entiende el “encadenamiento de los sucesos, considerado como fortuito o casual” (Diccionario de la RAE). Por eso, cuando Gracián dice que la suerte tiene sus reglas, habría que añadir que la primera es su imprevisibilidad: depende de una serie de circunstancias que no se pueden prever ni evitar, razón por lo cual el azar se convierte en un factor determinante de lo favorable o adverso que nos ocurre a cada uno de nosotros

Gracián, aunque equipara la suerte con la buena suerte, lo cierto es que no desconoce que la suerte también puede ser mala. Así resulta de su segunda acepción gramatical: “circunstancia de ser, por mera casualidad, favorable o adverso a alguien o algo lo que ocurre o sucede”. Y a la mala suerte se refiere Gracián cuando sostiene que “no hay más buena ni mala suerte que la prudencia y la imprudencia”

Pero sentado que hay buena y mala suerte lo que realmente interesa es desplegar nuestra capacidad o habilidad para conseguir que la suerte sea buena. Porque no creo que me equivoque si afirmo que todos perseguimos la buena suerte, no la mala.

Cuestión distinta es si la suerte suele convertirse en un recurso al que podemos acogernos cuando nos convenga y con el alcance que consideremos necesario. Con esto quiero decir que no podemos imputar solamente a la suerte lo bueno o lo malo que nos suceda. Esto es a lo que se refiere Gracián cuando afirma lo ya señalado de que “no son todo casualidades”.

La suerte no es vista de la misma manera por el que suele tener éxitos que por el que cosecha fracasos. Jacinto Benavente escribió que los que triunfan siempre creen que ha sido por su talento o por su trabajo y que les humilla que se pueda creer que ha sido por la suerte.

Cuando se tiene un éxito no es generalmente, como dice Gracián, por ponerse confiadamente a las puertas de la Fortuna y esperar que ella haga algo, sino que suele deberse a que el suertudo ha entrado por dicha puerta con audacia razonable para “alcanzar la buena suerte y obtener sus beneficios”. Por eso, los que logran triunfos, aunque en su fuero interno puedan saber la influencia real que ha tenido la buena suerte ante los demás tienden a minimizar sus efectos. Reconocen a regañadientes que han tenido buena suerte, pero a renglón seguido no se recatan en destacar su extraordinario esfuerzo.

Algo de esto es lo que se cuenta de Pericles, el cual cuando estaba dando un discurso en Atenas oyó a alguien del público que le gritaba que no se vanagloriara demasiado porque había llegado hasta donde había llegado por la suerte de ser ateniense. A lo que él respondió que reconocía que era lo que era gracias a ser ateniense, pero añadió inmediatamente que había otros muchos que también eran atenienses pero que no había alcanzado su gloria.

Ahora bien, no se tiene una noción completa de la suerte si no se hace una referencia a la mala suerte. La razón de ello es que cuando tenemos un fracaso también solemos imputárselo a la suerte que lógicamente ha sido mala.

Cuando tenemos que justificarnos ante un fracaso, uno de los primeros recursos de los que suele echarse mano es de la mala suerte: el suceso lastimoso se debió al encadenamiento fortuito de acontecimientos desfavorables ante a los que el desventurado nada pudo hacer. Y aunque, al igual que sucede en el éxito, en el fracaso se sabe perfectamente qué papel ha jugado la mala suerte.

Ante los demás se puede exagerar la perniciosa influencia de la mala suerte y lo poco que pudo influir el desdichado en mejorar su situación, pero en nuestra esfera más recóndita sabemos perfectamente la medida en que lo que lo malo que nos sucede se debe a nosotros mismos.

Llegados a este punto considero que mientras en los éxitos es poco trascendente negar el verdadero peso que ha tenido el factor suerte, en los fracasos deberíamos culpar un poco menos a la mala suerte y preguntarnos por nuestra propia responsabilidad. Y ello porque si en el éxito se rebaja el peso de la buena suerte, lo peor que le puede suceder es que el sujeto en cuestión se vuelva más vanidoso de lo debido. Y como la buena suerte, aunque sea menospreciada, no es vengativa ni rencorosa, no suele abandonar al afortunado. En cambio, atribuir los propios fracasos solamente a la mala suerte, impide valorar qué puede hacer uno mismo para cambiar el sentido de ésta.