Vaya por delante, queridos amigos y amigas, que para mí es absolutamente inaceptable que alguien, a la hora de realizar su trabajo, introduzca sus opiniones personales donde lo que se espera es un trabajo profesional. Esto es más grave, además, cuando tal posibilidad surge debido a una especial posición, precisamente derivada de tal actividad laboral. Y si de lo que estamos hablando, aún por encima, es de la utilización de medios públicos para ello, aún peor. Es por eso que, no sé si están ustedes de acuerdo, me parece completamente desafortunado el tan traído y llevado rótulo, aparecido en la primera cadena de la Televisión Española, con la frase “Leonor se va de España, como su abuelo”. Simplemente, no toca. Si los responsables de tal cosa quieren opinar sobre esto, como yo me dispongo a hacer en esta columna, existen otros modos y otros medios. Pero nunca, jamás, aprovechar su puesto de trabajo, en un medio tan sensible, para hacer de su capa un sayo y... echar la imaginación a volar.

Otra cosa es el fondo de la cuestión, claro. Por una parte, es bien cierto que la decisión de una familia sin estrecheces económicas que decide que su hija se vaya a cursar uno o dos años académicos fuera, es algo bastante habitual. Sin ir más lejos, conozco bastantes casos cada año -pandemia aparte-, provenientes de un entorno socioeconómico medio o medio-alto, que lo hacen sin mayor problema. La cosa empieza a complicarse cuando analizamos el carácter icónico de la alumna en cuestión, y lo que implica tal medida en relación con la educación que pudiese recibir aquí. ¿No es la misma, acaso, de la suficiente calidad? ¿Qué mensaje se transmite cuando una persona en posición tan relevante busca en el extranjero o incluso en el ámbito privado aquí lo que a los demás se vende como excelente en el público? ¿No les chirría...? Creo que ahí sí hay elementos para el debate. Y precisamente en tales cuitas, tratando de dirimir tal tipo de asuntos, se encuentra ahora el país...

Sin embargo, si me han leído otras veces sobre el particular -y pueden encontrar ustedes mi opinión en tal sentido en las hemerotecas desde hace más de dos décadas- sabrán que creo que este no es el problema. Claro que cada uno puede estudiar donde estime conveniente, por supuesto. Y claro que cada familia puede decidir lo que quiera, en aras de lo que percibe como mejor educación para uno de sus miembros. ¿Por qué habrá de haber reparos? El problema, queridos amigos y amigas, está para mí en el hecho de que aún hoy, en pleno siglo XXI, estemos teledirigiendo a un ser humano, desde su nacimiento, para ejercer un liderazgo de tal tipo en un país que se dice moderno. No, en eso no me convencerán. Y no podrán negarme mi coherencia, incluso cuando buena parte de ustedes alababan sin fisuras al hoy más controvertido rey emérito. Y no por nada de tipo personal, ni mucho menos, ya que mi relación con todos ellos está basada en el respeto, como en el caso de todos los seres humanos. Simplemente, porque creo que el propio hecho “per se” de la existencia de una monarquía atenta de forma clara contra la moral. Nadie es más o menos que nadie, el vector paterno-filial nunca es garantía de buen liderazgo y la gobernanza, desde mi punto de vista, ha de ser ejercida desde el consenso y la capacidad de representar a un pueblo a partir de sus designios. Y esto lo aplico también, antes de que me repliquen, para una gobernanza no ejecutiva, circunscrita a un papel meramente representativo del Estado. Un papel, por cierto, ejercido con altibajos en los últimos lustros a cuenta de la enorme erosión sufrida por la Jefatura del Estado a partir del comportamiento o las sentencias firmes en relación con algunos de sus miembros.

Con todo, ya ven que soy de los que no entienden la Monarquía, que adquiría pleno sentido cuando era Dios -o eso se decía- el que ungía a los elegidos de tal condición. Algunos me dirán que en Reino Unido o en Noruega o en otros lugares existe, siendo países modernos. Muy bien. Como me dijo una persona rica y sencilla a la vez, hace tiempo, “en todos los lugares cuecen habas”. Es verdad. Pero eso no modifica mi punto de vista. Sigo pensando que, de forma tranquila y sin demasiado ruido ni aspavientos, lo mejor que le podría pasar a la infanta Leonor es no llegar nunca a reinar, terminando con su padre -con la necesaria transición pacífica, el suficiente consenso político y social y el adecuado nivel de madurez de la sociedad- esta etapa en la Jefatura del Estado. No porque esta familia no haya servido en su momento a los intereses de España con lo que de ley será, en buena lid, el agradecerles los servicios prestados. Simplemente porque la sociedad ha evolucionado hacia lo que yo percibo como un necesario cambio, cuya realidad veo que asoma ya por demasiadas costuras de la institución monárquica. Y es que, para mí, estas continuas diatribas, en este caso sobre el colegio y los estudios de la hoy Princesa, son síntoma de otra cosa. ¿De qué? De tal evolución tranquila, que necesita acomodar la realidad al sentimiento y pensamiento del país hoy, donde existe una enorme brecha, cada vez mayor, entre lo que se quiere transmitir desde una institución como la Corona, los actos de la misma y la realidad social.

Algo que no sea la Corona será también difícil, no nos engañemos. Pero tendremos la posibilidad de votar y revocar cada uno de los apuntes en el elenco de la Jefatura del Estado y, además, esta no se transmitirá -de ninguna manera- de padres a hijos. Creo que, con eso, ya habremos ganado bastantes puntos en lo que unos llaman calidad democrática, otros sentido común y yo... denominaré simplemente ética, porque pone a todos los seres humanos en el mismo lugar.

Opinando así, cuando me ha tocado profesionalmente saludar a los Reyes, he estado a la altura de las circunstancias. Coherencia. Porque una cosa es lo que uno piense y otra, bien distinta, es lo que le toca en relación a su papel en un momento dado. No se puede mezclar, como han hecho en TVE.