Tengan ustedes muy buenos días. Seguimos viento en popa a toda vela, devorando fechas en el calendario, y agotando las posibilidades de este invierno. Los ciruelos ya exhiben la flor, y hay días —como alguno de la semana pasada— en los que el aire huele diferente, a polen, a hierbas, a verano... Este 2021, que acabamos de recibir, se nos hace mayor a pasos agigantados, poniendo marco temporal a nuestras respectivas cuitas, individuales y colectivas... Ojalá el mismo empiece a sernos un poco más propicio, ¿no? Ay, la vida...

El caso es que soy de los afortunados que, por aquello de desplazarse para el diario desempeño laboral, hago del problema virtud y disfruto de la radio como elemento de compañía. Y es que tal medio siempre me ha fascinado, y he disfrutado como nunca en las diferentes aventurillas —algunas prolijas en el tiempo— de las que he ido pudiendo participar activamente en distintas emisoras. Sí, me encanta la radio, también como oyente. Y, como no, aprovecho muchos ratos para disfrutar del buen hacer de diferentes profesionales de tal medio.

En tal línea, les cuento que uno de mis espacios favoritos es Sinfonía de la mañana, con Martín Llade. Lo cierto es que disfruto especialmente con sus dramatizaciones sobre la vida de personas —tales como compositores o músicos— relacionadas con el mundo de la música. Son geniales. Aunque a veces me toca ponerme de camino un poco más tarde, y entonces ya no llego a escuchar esta parte del programa. Pero siempre hay algo que llama mi atención, en esa u otras emisoras, y que sigo con interés. En particular hoy —ayer, al escribir estas líneas— disfruté muchísimo con la reposición de una entrevista que Martín Llade hizo en su día a Joan Margarit. Ya saben, el famoso arquitecto, profesor y poeta, laureado y reconocido, Premio Cervantes 2019, que nos dejó hace muy escasas fechas. Me gustó mucho tanto el discurso del autor, al que ya había tenido ocasión de leer y escuchar en otras ocasiones, como la propia dinámica de la entrevista y el conjunto de lo propuesto en el programa.

Y algo que decía Margarit en tal charla, ya ven, me ha inspirado hoy estas letras. El mismo contaba las penurias en aquella España monocolor que algunos parecen añorar, y hablaba —en particular— de las dificultades de ser maestro de escuela. Margarit nos recordaba aquella reveladora frase, que ha llegado a nuestros días convertida en dicho, de “pasa más hambre que un maestro de escuela”. Algo muy propio de este país, según su análisis, seguramente ligado al escaso peso de la cultura para todos en el contexto de una dictadura que no propiciaba, precisamente, tal lógica.

Estoy de acuerdo con tal visión, y eso pensaba esta mañana al volante mientras rápidamente me retrotraía en el tiempo a una conversación en la zona de Timusí, muy cercana a la parte boliviana del Lago Titicaca, de la que alguna vez les he hablado. Allí estaba yo hace bastantes años, con políticos de la Xunta de Galicia, visitando algunos emprendimientos bien interesantes en materia educativa. Y fue entonces cuando el chófer de la furgoneta alquilada terminó contándonos, interesado en nuestra conversación y en la temática abordada por los presentes, que él era docente. Nos explicaba las difíciles condiciones económicas de un maestro de escuela en la Bolivia de aquellos años, que no daba ni para comer. Y nos contaba su peripecia que, en su caso, había implicado un drástico cambio en el modo de ganarse la vida, ahora como conductor. Algo que demuestra la vigencia todavía, en ciertos contextos, del hambre en la figura de los docentes.

No entraré ahora en detalle del elemento remunerativo en el caso de los docentes de este país y, en particular, de Galicia, sobre todo si referenciamos esto a los sueldos de otros titulados superiores de la Administración. No va de esto el artículo. Pero sí que abundaré en la idea de que el hambre de los maestros de escuela es un signo y síntoma de subdesarrollo. Lo era en el caso de la España retratada magistralmente por Margarit en la conversación con Llade, y lo es en otras muchas situaciones, por el mundo adelante. El hambre y las penurias a la hora de formar no son algo desinteresado, sino parte de un todo en el que la educación y, por ende, la cultura, pueden resultar incómodas a partir de un cierto grado. Y déjenme que reivindique que, de alguna manera, esto existe todavía...

No, no hablo de penuria económica. Pero sí que hablo del papel de la educación en la esfera socioeconómica en la que vivimos. Del grado de reputación individual y colectiva de la acción educativa. Del parco interés de la sociedad en el saber, muy por encima del aprobar, titular o cuestiones parecidas. Todo es importante, claro, pero el conocimiento se demuestra andando, y no atesorando diplomas o certificados, como si fuesen elementos estáticos que se alcanzan como sea, para luego quedar en el limbo, algo también muy de la España de antaño. Sí, creo que sigue habiendo hambre en la educación y en la cultura, pero hambre de colocar lo verdaderamente importante en la agenda. De creer a pies juntillas en nuestra viabilidad como grupo humano, ligada a la importancia que demos a la educación en nuestra sociedad. Y para eso hay modelos en el mundo bien diferentes, donde ser profesor y el mundo educativo tienen otras implicaciones y consideraciones, y donde la educación recibida, seguramente, trasciende a la órbita del trabajo conseguido o del título exhibido. Donde la educación, en el seno de la sociedad, es mucho más...