Desde que comenzó la peste que nos atañe, no hacemos otra cosa que prometernos a nosotros mismos una nueva vida cuando esta se haya esfumado. 

Estamos seguros de que sabremos recuperar el tiempo perdido, de que todo volverá a ser como fue y de que sabremos olvidar.

Sin embargo, para cuando a la pandemia le dé la gana de irse, poco quedará de lo que un día fuimos, porque habremos mirado a la cara al miedo y aprendido lo relativamente importantes que son muchas de las cosas que nos rodean y de las que antes disfrutábamos.

Una vez que el virus se haya ido, pasarán muchos meses hasta que podamos entrar en un lugar atestado de gente y respirar el mismo aire sin pensar en las consecuencias que ello trajo en el pasado.

Cuando todo esto termine, transcurrirá bastante tiempo hasta que dejemos de sentirnos raros sin mascarilla. Instintivamente nos apartaremos un poco si nuestro interlocutor vocifera y pensaremos antes de sentarnos en un lugar público si este ha sido previamente desinfectado.

Pero al margen de este tipo de impresiones y sensaciones que se acabará llevando el viento a fuerza de la costumbre; habrá en el futuro tres altas facturas que pagar.

La factura sanitaria, habrá dejado decenas de miles de muertos en las cunetas, cientos de miles de personas tocadas por las secuelas, multitud de familias desgarradas y cantidad de sanitarios demasiado exhaustos por lo visto y lo vivido, para volver a ser nunca los mismos.

La factura económica dejará ciudades inundadas de letreros de venta, traspaso o alquiler; la oferta gastronómica, ociosa, cultural o comercial volverá a parecerse a la de hace décadas. La clase media rasa habrá pasado a ser clase baja y, la media alta, se conformará con haber descendido a la división de la media pura y dura. Los ricos seguirán siendo ricos, pero se lo pasarán peor y, las cifras del paro y del endeudamiento, habrán alcanzado números desorbitados.

Pero quizás, la factura más cara que tengamos que pagar sea la emocional. La opresión a la que estamos siendo sometidos, la pérdida de libertad, la profunda soledad, el desgaste producido por las noticias cambiantes, la convivencia forzosa y exhaustiva, la huella profunda de lo vivido o el temor a no estar preparados para volver a pasar nuevamente por algo similar; nos cambiará las entrañas.

Y con todo y con eso, deberemos sentirnos afortunados porque tendremos que comprender que seremos los supervivientes de un episodio de la historia carente de precedentes en la era moderna y que muchos de nuestros congéneres no estarán aquí para contarlo.

Tendremos una deuda para con una sociedad a la que todo deberemos y, a muchos, todo les habrá quitado. No aguardemos el fin de esta pesadilla con frivolidad. No esperemos solamente el cambio superfluo, banal y necesario de irnos de viaje o de tomar unas copas en grupo. La verdadera transformación vendrá derivada del aprendizaje de una lección imborrable que nos habrá enseñado nuestra verdadera fragilidad y nos abocará inexorablemente a la obligación de volver al comienzo de la obra perdida para, tal y como señalaba Kipling, reconstruir para las generaciones venideras sin decir nada a nadie sobre lo que ahora es y lo que antes era.