Aplaudir es, según el Diccionario de la Lengua de la RAE, palmotear en señal de aprobación o entusiasmo y significa también celebrar a alguien o algo con palabras u otras demostraciones. Se atribuye a Charles Chaplin, el genial Charlot, la frase de que “la vida es una obra de teatro que no permite ensayos; por eso, canta, ríe, baila, llora y vive intensamente cada momento de tu vida… antes de que el telón baje y la obra termine sin aplausos”.

Es lógico que para un hombre del espectáculo, como era Chaplin, la vida pueda parecerse a una obra de teatro. Y coincido con él en que, a diferencia de la obra cinematográfica, no admite ensayos. Pero yo añadiría que, lejos de responder a un guión previamente determinado, está muy fuertemente gobernada por el azar. No comparto, pues, la opinión de Einstein de que “el azar no existe; Dios no juega a los dados”. Nuestra vida, el hecho mismo de nacer, las facultades intelectuales y físicas de las que venimos dotados y el lugar y las condiciones económicas que rodean nuestro nacimiento responden al azar. Por eso, no se sabe quién reparte los papeles, ni la razón por la que a unos les toca, sobre todo, cantar, reír y bailar, y a otros, en cambio, más llorar que disfrutar.

En lo que sí coincido con Chaplin es en el consejo de que vivamos intensamente cada uno de los momentos —me atrevo a añadir— buenos de nuestra vida, porque poner intensidad en los momentos malos equivaldría a sentir complacencia en las desgracias. Charlot nos exhorta, en definitiva, al carpe diem de Horacio, que supone una incitación a no desperdiciar el tiempo del que disponemos para disfrutar de los placeres de la vida y dejar a un lado los que nos causen dolor.

En cuanto al acto final, que es la caída del telón, creo que ésta es incierta pero no alevosa. Como le escribí a la muerte hace casi veinte años: “Dicen que eres traicionera. Pero no estoy muy seguro de que lo seas. Porque todos saben que vendrás. Sobre esto no hay duda. Y donde hay certeza, apenas queda espacio para la traición. Tal vez se quiere decir que, a veces, te presentas inesperadamente. Pero que te espere o no el elegido, o los que todavía se quedan, no es cosa tuya, sino de ellos”.

Con respecto a que la obra termine con o sin aplausos, me parece que es algo que preocupa más al presumido que busca la notoriedad y la fama que a los que viven en el olvido de los del montón. Y es que hay personas a las que les importa más el reconocimiento que supone el aplauso que la incertidumbre del silencio. El hecho mismo de desear una vida que termine con aplausos revela una manera de ser fuertemente condicionada por la lisonja, a la que es ajena una buena parte de los mortales, cuyas preocupaciones son más terrenales que la de solazarse por el reino de la vanidad y la soberbia.

Por otra parte, por mucho que se busquen los aplausos, hay unos que se comprenden mejor que otros. Sin duda porque se consideran más merecidos. Hay personas, en efecto, que hacen demostraciones que provocan en el público una exaltación tan fervorosa que éste responde aplaudiendo enardecido. Esto es lo que pasa con los cantantes, músicos, actores de teatro, o deportistas de elite —por poner algunos ejemplos— que desarrollan una prestación personal que está tan fuera del alcance de la gran mayoría de la ciudadanía, los cuales a través de nuestro aplauso reciben nuestra aprobación por lo que hacen, así como el reconocimiento implícito de que somos incapaces de igualarlos. En estos casos, el aplauso condensa nuestro entusiasmo por el espectáculo que nos han ofrecido. Pero es también un signo de admiración que puede acabar produciendo en el aplaudido un incremento disculpable de su ya normalmente alta dosis de vanidad.

Con todo, los efectos del aplauso en el que es merecidamente aplaudido no deberían hacerlo caer nunca en el vicio de la soberbia. Porque ésta es satisfacción y envanecimiento por la contemplación de las propias cualidades con menosprecio de los demás. Y si ya es discutible que alguien pueda envanecerse de sí mismo, lo que es de todo punto inaceptable es que encima tenga poca estima por los demás.

Hay aplausos que tienen, en cambio, otros significados. Hay casos en los que el aplauso más que recompensar con entusiasmo la portentosa actuación artística o deportiva de alguien, significa simplemente una señal de aprobación o de acuerdo con lo que dice el aplaudido. Este es, por lo general, el sentido que ha de darse al aplauso que recibe, por ejemplo, un conferenciante al final de su intervención. Por eso, en los conferenciantes sensatos el aplauso lo más que debe hacer es que se sientan recompensados por el esfuerzo realizado.

Y algo de esto es lo que debería suceder con los políticos. Un político de buen juicio debería esforzarse en interpretar correctamente los aplausos de la concurrencia. Porque entre los que le aplauden no son pocos los que lo hacen por agradecimiento, en cuyo caso el palmoteo no es más que el modo de corresponder el beneficio o favor hecho por el político. Junto a éstos, hay otros aplausos —y son tal vez los más numerosos— que expresan el indicado sentido de aprobación con lo que ha hecho o dicho el aplaudido. En este caso, el político debe atribuirle a los aplausos efectos reconfortantes: infundirle ánimo para seguir esforzándose en el servicio a los demás.

Pero el efecto que nunca debe producir el aplauso en el político es convertirlo en un “hombre-globo”, que al ascender a las alturas le haga padecer el “desdén de la distancia”. Enfermedad ésta que afecta a aquellos políticos que, desde lo alto de su pedestal, se elevan, ensimismados y complacidos, y que nos miran a los demás como seres insignificantes. La política hace vivir constantemente a sus protagonistas en tiempos de aplausos y sería bueno que los políticos se fueran ejercitando en la modestia para interpretarlos correctamente.