Corren tiempos extraños, igual que siempre por otro lado. Mientras las restricciones pandémicas le destrozan la vida a la misma gente de siempre (otra vez), y a unos más que a otros en función de la Comunidad Autónoma de residencia, asistimos, desfallecidos y apáticos, al despropósito de la monarquía española (y a las tragaderas socialistas, que si bien reniegan hoy del antes bien amado Juan Carlos y de sus inmunizadas infantas, nos encomiendan a su hijo con la misma fe inquebrantable que habían depositado en su padre) y al de la política democrática española en general (que al contrario de la política monárquica, parece que haya que explicarlo, la ejercen señoras y señores elegidos por nosotros, ciudadanos, si bien es cierto que a menudo sin que nos quede otro remedio), con toda su crispación y malos modos aprendidos quizá de las redes sociales, si es que no sucede justo lo contrario. Hay quien se consuela pensando que hay países todavía más ridículos que el nuestro, con representantes todavía más estrambóticos o idiotas, a todas luces corruptos y malintencionados. No es mi caso. Miro a mi alrededor, aquí al lado, y todo me parece raro, muy raro. Las monstruosas cifras destinadas a aeropuertos y puertos inoperantes, a ingentes ciudades de la exigua cultura que se fomenta por estos lares, a autopistas deficitarias, a hospitales fantasma, a todas aquellas rotondas con monumento que nos plantaron en su día por todas partes, qué sé yo, no sigo, que me repito y aburro (aunque es bueno no olvidarse de tantas inversiones inútiles por las que nadie debe rendir cuentas, al parecer). Me parece raro, también, que haya unos seres que se dediquen a salir cada noche a romper escaparates y quemar contenedores en defensa de una libertad de expresión que obviamente no tienen la menor idea de cómo ejercer. Decía el gran José Luis Sampedro que “sin libertad de pensamiento, la libertad de expresión no sirve de nada”,

y lamento ser tan pesimista, pero tengo la impresión de que cada vez hay más gente con el pensamiento cautivo y sin el menor interés en escapar del confort de su jaula, en confrontar sus ideas, en salirse del redil ideológico elegido, en buscar la reflexión profunda, personal y tantas veces incierta o confusa en lugar de la consigna rápida, fácil y elocuente, como el marcaje bovino. Díganme que no es raro que nos tengan que imponer un toque de queda porque somos tan imbéciles que sin él nos dedicaríamos a una Sodoma y Gomorra coronavírica irreparable, que se abran, allí donde estaban cerradas, las terrazas de los bares y la gente se lance como loca a amontonarse en ellas con sus cigarros y sus cogorzas tan simpáticas y sociales, como si nada de lo que está pasando fuese con ellos (me dejan, no me dejan, es todo su razonamiento, supongo). Cada vez aguanto menos al llamado bebedor social. Beber es una cosa seria, practíquenlo en casa antes de salir a hacer el ridículo en la vía pública, por favor. Gracias.