Si hay un atributo que no se puede asociar a una monarquía es el de modernidad. ¿Por qué? Pues porque tal aggiornamento choca frontalmente contra su propia esencia, basada únicamente en una tradición que señala a una familia concreta, la reinante, como principal. Tratar de poner al día tal institución sin cuestionarse si el mantenimiento de tal tradición resiste a los tiempos o, aún antes, si es ético y por qué es oportuno que un grupo humano concreto sea distinguido con tan profunda asimetría dentro de las familias de un país, es difícil. Por eso llama la atención el anuncio realizado en algún momento por la Presidencia del Gobierno de España en materia del interés de tal órgano colegiado y de la Casa Real en la modernización de tal institución. ¿Tal empeño no exige antes el abrir un sosegado y tranquilo, constructivo y productivo debate sobre su vigencia o no?

La idea contenida en el párrafo anterior, que algunos atribuyen ahora interesadamente —como carta a favor o ariete en contra— al ámbito ideológico de Unidas Podemos, pero que es tan antigua como la propia restauración de la institución monárquica, no va en contra de nadie y sí a favor de una mayor democratización de la vida pública española. La institución monárquica, al margen de la idoneidad, la oportunidad o el decoro de comportamientos y prácticas exhibidos en el pasado por determinados titulares de la misma, ¿es en sí aceptable en el siglo XXI? Plantear su idoneidad como forma de provisión de la Jefatura del Estado, en lo que insiste cierta parte de los españoles legítimamente, pero creo que de forma claramente muy minoritaria dentro del estado general de opinión, ¿qué es lo que implica? ¿Tienen sentido las monarquías en pleno siglo XXI?

Creo que un espejo en el que podemos mirarnos a la hora de dirimir todas estas cuestiones es el del Reino Unido, actual heredero del antiguo imperio británico. Y no porque el feudo de la dinastía Windsor ostente un claro papel paradigmático en el seno de las monarquías que perviven en estos tiempos, como claramente es así, sino porque en la misma se reproducen, también, muchas de las tensiones ligadas a la pretendida modernización de tal tipo de instituciones, y... un alto nivel de fracaso en tal empeño. Y es que es imposible pretender maquillar lo que no se puede: la mera separación y elevación al trono de una familia de entre la sociedad no es en absoluto algo moderno.

Miren, antes la gracia de la realeza se alcanzaba por la Gracia de Dios, que venía a ser una especie de justificación telúrica y cosmológica a la vez de tal fenómeno. “No, por las batallas ganadas, las gestas y las cuestiones de honor”, dirán algunos. Sí, pero a la postre por tal Gracia de Dios, porque la lectura que se hacía de la Historia es que si esto había sido de una u otra manera era porque la deidad lo había pretendido o porque bendecía tal conclusión. No se pretendía, ni se sigue pretendiendo tampoco hoy en lugares de monarcas absolutos, llevar su existencia a la consideración del pueblo. Este es guiado y liderado por su rey o reina porque sí. Porque, fruto de una tradición, esta es la familia a la que hay que respetar en tal papel, ante la que hay que inclinarse y la que queda ungida por tal distinción, de forma inmanente. Así es como se presenta esa realidad, sin posibilidad de cuestionamiento alguno. Pero esto choca frontalmente contra la propia esencia de la democracia, de que sea el pueblo —de verdad— el que se dote de estructuras de Gobierno y ejerza, realmente, su fiscalización. El hecho de que una determinada tradición de poder se transfiera de padres a hijos merece un cuestionamiento permanente, a la luz de la razón y de un pensamiento mínimamente ilustrado. ¿Por qué ha de ser así?

Lo que acontece estos días en torno a Meghan Markle y su marido Harry, príncipe y nieto de Isabel II, es un buen ejemplo de qué ocurre cuando cuestiones de familia se elevan al rango de cuestiones de Estado. Ya ven el terremoto que se ha desencadenado después de su paso por el programa de Ophra Winfrey, comunicado de Buckingham Palace incluido. Celos, preferencias, discusiones, expectativas incumplidas, rebeldía... son elementos que es habitual que existan donde hay personas. Lo que hace toda esta mezcla tan explosiva no es lo que verdaderamente ocurre, sino dónde lo hace. El hecho de que una familia haya sido colocada de forma permanente y hasta hereditaria en tan alta magistratura es lo que deforma la realidad hasta llevarla a límites absurdos y nocivos. Normal que haya disputas, intrigas o relaciones basadas en el interés, o formas distintas de ver lo mismo en el seno de un grupo humano. Pero que esto, con quién decida estar cada uno o que sus acciones más cotidianas, humanas y hasta domésticas se conviertan en cuestión de Estado, es insoportablemente extemporáneo y hasta absurdo.

El hecho monárquico cae por su propio peso al romperse el marco ideológico y social sobre el que se construye este. Y creo que esto no debe asustarnos ni ser un punto de partida para señalar errores de anteriores experiencias de otros modelos de Jefatura del Estado para denostar estas, como también se señala con fijación desde determinados estamentos en la España de hoy. No pasa nada. Hay que hablar, entenderse, construir consensos y aprender todos de todos. Nadie dice que un monarca de España no pudiese ser un primer presidente de lujo de una hipotética III República de tan buena salud que esto pudiese ser posible. Pero abundar en mecanismos de sucesión pretéritos, si el pueblo está desafecto de ellos, no va a parte alguna dentro de un esquema democrático.