Leía el otro día un interesante artículo de Marta Villar en este periódico. Se titulaba No es fácil ser verde en A Coruña, y llamaba la atención de sus lectores acerca de una parcela pública de esta ciudad (situada por cierto en una zona privilegiada, próxima al mar) catalogada como zona verde, en donde hay montado un aparcamiento improvisado alrededor de un fabuloso magnolio y entre un lodazal impracticable de charcos y socavones. Además, para acceder a él, los coches, al parecer, deben subirse a la acera e incluso desplazarse por ella varios metros hasta alcanzar el ansiado acceso al fabuloso vergel municipal. No conocía esta curiosa zona verde de la ciudad, pero todo lo que cuenta Villar en su artículo me resulta de lo más familiar. En mi barrio, llamado Orillamar, hace ya algunos años que arreglaron y ensancharon las aceras, estrecharon la calzada, redujeron zonas de aparcamiento y trataron de adecentar el paisaje urbano con algunos bancos y tímidos arbolitos. Pues bien, no pasa un solo día sin que te tropieces con sucesivos coches subidos a las aceras, con sus conductores descargando la compra del maletero o revisando la presión de los neumáticos con experimentadas coces, jugando con sus móviles o echándose un cigarrito mientras esperan a alguien; eso si es que no han decidido dejarlos allí aparcados mientras se toman unas cañas o hacen sus recados. Además de esta troglodita invasión de la zona peatonal, que facilita un diseño de aceras sin bordillos a la misma altura que la calzada, el tráfico es el gran protagonista del barrio con su transcurrir incesante y a menudo descerebrado (muchas veces me entran ganas de imitar al Garp de John Irving y perseguir a la carrera a tanto cretino velocista). Por si esto no fuese ya lo suficientemente triste, las modernas aceras, los bancos (donde sentarse exige un valor sin par del que carezco), los portales y las fachadas de todos los edificios lucen una mugre negruzca de orines de perros y mierdas multiplicadas por las incautas pisadas de los más despistados que consigue revolverte el desayuno cada fresca mañana; los contenedores de basura siempre están abiertos y con buena parte de su contenido vertido fuera y esparcido por el viento y las aviesas gaviotas; y junto a todos estos desperdicios, además, uno debe sortear también colchones y somieres hechos trizas, restos de muebles de cocina, microondas destripados, lámparas, alfombras, ordenadores, lavabos, espejos y cualquier sorpresa que al vecino de turno se le haya ocurrido tirar allí sin el menor sonrojo.

Más allá de mi calle, el paseo marítimo de la ciudad cuenta con más carriles de tráfico que un Scalextric. Cuando corro por una pista que han habilitado sobre las antiguas vías del tranvía, los coches pasan a mi lado a tal velocidad sobre las señales que les prohíben superar los 30 (esto es un chiste) o los 50 km/h que temo estar practicando algún deporte extremo en algún país por civilizar.

Podríamos hablar también de la odisea del transporte público, pero eso ya es harina de otra columna. No, no es fácil ser verde en A Coruña, pero a quién le importa.

*Escritor