Nueva cita, queridos y queridas. Aquí estamos en este 27 de marzo de un nuevo tiempo de la marmota, en el que debatimos una y otra vez sobre las mismas ideas y, si me lo permiten, a punto de cometer los mismos errores que ya fueron ensayados y repetidos hasta la saciedad. Y es que no dejo de, por ejemplo, recibir correos electrónicos de aerolíneas, cadenas hoteleras y otros negocios animándome a hacer todo aquello que, por ahora, no es ni conveniente ni adecuado. Comprendo que todos ellos quieran sobrevivir, manteniendo el empleo y generando riqueza, pero no a costa de la salud de nadie. Déjenme que reitere que, por ahora, el único camino posible es el de las ayudas directas a los depauperados por esta formidable crisis, y mucha contención en todo lo demás. O eso o… ya saben qué pasará.

Pero voy a abandonar el escenario pandémico para volver a hablar de la situación política actual y, en especial, del esperpento creado a partir de los pródromos del desmembramiento de Ciudadanos. Algo insoportable por bochornoso, sin atisbo de duda. Por la efervescencia en el urgente reposicionamiento de quienes están en la industria del cargo y el sueldo a cualquier precio, sin atisbo de moral privada o pública. Por la falta de respeto generalizada a la ciudadanía que ello conlleva.

Y es que, desde mi punto de vista, no son aceptables planteamientos como el de determinados exdirigentes o elementos mediáticos del ya casi finiquitado partido que un día fundó Albert Rivera. No se puede estar en la procesión y repicando. No se puede tener una responsabilidad evidente e importante en una formación y, a la vez, tener cubiertas las espaldas dando el salto a otra cuando la nave está tocada de muerte. Y no se puede ser un día rosa, luego naranja acusando al azul de corrupción, para pasar inmediatamente al azul, acusando de no sé qué al naranja. No es de recibo, porque nadie es imprescindible y porque las grietas de los planteamientos de quita y pon son cada día más anchas.

Todo ello con la gravedad añadida de que muchos de los protagonistas de esta desbandada no sueltan, ni con aceite hirviendo, el escaño o la concejalía otorgada por la ciudadanía a sus partidos, no a ellos. En España tenemos hoy listas cerradas, lo cual a mi juicio debería ser revisado por el poder omnímodo que da a estructuras a veces muy opacas. Pero, estando así las cosas, nadie vota a una persona concreta, sino a los partidos que confeccionan tales listas. Y, si te ponen en ellas, no es a título personal. Eres un peón al servicio de una causa y, si no estás de acuerdo con ella o si la denostas públicamente, marcharte lleva aparejado el abdicar de la responsabilidad y, por supuesto, de las contrapartidas asociadas a ella. Algo que, salvo alguna muy exótica excepción, nadie se aplica en carne propia. Y sin que, por supuesto, se obligue por ley a ello.

¿Cuál es el resultado de todo esto? Pues la inmundicia. El que los partidos, incluidos los que venían regenerar la política, hayan llevado todo a un estado de las cosas tal, que cualquier ciudadano o ciudadana medianamente pulcro no puede dejar de taparse hoy la nariz o mirar para otro lado si no quiere terminar asqueado. Una absoluta vergüenza, que lastra el destino de este país y el de cada uno de nosotros en particular. El descrédito de las instituciones y el haber convertido esto, como me decía aquella persona anónima y sabia a la que aludo muchas veces veladamente, en un perfecto “kindergarten”. Una crónica continua de despropósitos que lacera nuestra vida pública, y que terminará provocando aún más desafección de la política, aunque esto pueda pensarse que ya es imposible. Una política que ya hace tiempo que no está para resolver nuestros problemas, sino para rebozarse y regodearse en ellos, demorando cada paso al infinito sin ánimo de agilidad alguna, con el único fin de la pervivencia de tal poderosa industria que, miren, a unos cuantos miles les da bien de comer sin demasiados requisitos.

Bochorno, pues. Vergüenza ajena. ¿No hay ya ética? Pues parece que no.