Como si no tuviéramos dificultades de envergadura con una emergencia sanitaria que sigue causando a diario cientos de muertes sin que lleguen a tiempo las vacunas y con una devastación económica que empieza a mostrarse con crudeza en las colas del hambre, los políticos españoles vienen de promover indiferentes una crisis institucional para tumbar mayorías. El tejemaneje de estratagemas por aquí y por allá para destrozar al enemigo y repartirse sus despojos por tacticismo e intereses electorales monopoliza sus disputas. A derecha e izquierda no hay inocentes. Lo acabamos de ver con las mociones de censura en Murcia y en Castilla y León. Las dos han fracasado pero su activación simultánea ha arrastrado también al adelanto electoral en Madrid. El debate político en España ni es debate, ni es político. Los partidos muestran una capacidad infinita para equivocarse y sorprender negativamente. Esta forma de actuar resulta agotadora, improductiva y carece ya de recorrido. Las urgencias, de calado, son otras bien distintas.

La producción se desploma a un ritmo desconocido. El PIB cayó un 11%. El consumo, el 13,3%. El Banco de España acaba de rebajar esta semana al 6%, ocho décimas menos que lo apuntado en diciembre, la previsión de crecimiento para este año por su mal arranque. El paro afecta a cuatro millones de personas. Muchos negocios no retornarán cuando el virus desaparezca. El déficit —el descuadre entre lo que ingresa y lo que gasta el Estado— pasó de 35.000 millones en 2019 a unos 100.000 millones en 2020. Los procedimientos y el garantismo atascan unas administraciones sin sanear, que no reducen sus ineficiencias ni los gastos superfluos, invierten a veces sus escasos recursos en compromisos ideológicos de dudosa necesidad y sucumben a la tentación del clientelismo en el reparto de los dineros. Parece que nada de lo anterior merece atención y sí encelarse en el encontronazo permanente, acelerante de la degradación. La pandemia supone la prueba de esfuerzo definitiva a la estructura política.

La teoría matemática del caos, esa que sostiene que mínimas mutaciones en las condiciones iniciales de un sistema complejo pueden provocar enormes transformaciones, se hizo patente en estas últimas semanas. Por si la inestabilidad institucional fuera ya poca, un aleteo en Murcia ha estado a punto de trastocar el mapa político de España. En las mociones de censura, la ruptura de alianzas, las deserciones han consumido las energías de la clase dirigente. Creerán los intérpretes protagonizar un lance de ajedrez, aunque parece el juego de la oca. “La alternancia fecunda el suelo de la democracia”, sostenía Churchill. Excepto cuando se persiguen descaradas rentas partidistas pensando en los siguientes comicios.

La trampa murciana aboca ahora a Ciudadanos a luchar a la desesperada por su supervivencia. El PP nacional apura acontecimientos con el ansia de reunificar bajo su paraguas a los conservadores. El PSOE maniobra en la sombra para destruir a los populares, el objetivo que persigue desde que triunfó el sanchismo. El desmarque de Podemos bajo la excusa de frenar a la derecha lastra en realidad a la izquierda. Una escaramuza más del matrimonio envenenado entre morados y socialistas para apropiarse de la herencia progresista. Vox y los independentistas sacan la caña: ni una tragedia humana y económica descomunal vacuna contra el populismo. Ninguna de las dos mociones autonómicas, primero la de Murcia, después la de Castilla y León, ha triunfado. La tercera, en el Ayuntamiento de Murcia, prosperó este viernes desalojando al PP del poder 26 años después. Todavía habrá que esperar hasta el 4 de mayo para conocer el desenlace del anticipo electoral en Madrid que aquellas propiciaron.

La palabra responsabilidad deriva del latín responsum, una forma del verbo responder. Lo que ocurre denota una manifiesta irresponsabilidad porque nadie responde de sus actos, ni detalla las razones verdaderas de sus decisiones para propinar una patada al tablero. Nadie explica de frente sus motivaciones, ni desea asumir el coste que conlleva su comportamiento, en particular cuando resulta impopular. Quedarse en lo superficial elude la rendición de cuentas y la coherencia, dos principios básicos de calidad que parecen no regir hoy para quien asume la misión de prestar un servicio. Esa política de vigilancia del adversario por el rabillo del ojo sin alzar la vista al horizonte alienta el pesimismo extremo que sufre gran parte de la sociedad española, y gallega, temerosa por su salud y con dificultades para llegar a fin de mes.

Urgen muchas reformas. Habrá que incorporar al listado la de los partidos. Convertidos en empresas endogámicas para premiar la sumisión, con amplísimos organigramas que alimentar, confunden las instituciones con sus propias sedes, vapulean los órganos independientes y sepultan cualquier aspiración regeneracionista porque implicaría hacerse el harakiri. Con la política a garrotazos, donde antes existían propuestas ahora hay humo y fantasmas resucitados del pasado. Que se degüellen de una vez y nos dejen en paz, clamarán los desesperados. Pero no cabe desentenderse, sino plantarse con firmeza, basta ya, para exigir un cambio radical. Porque esos palos en realidad no se los propinan entre ellos. Los descargan sobre el lomo de una ciudadanía que percibe atónita cómo su vida empeora sin remedio.