Último día de marzo. Las noches y los días se suceden, tocadas ya las primeras por la continua merma previa al solsticio de verano. Cada día hay más luz y más color. Se ha sucedido ya la explosión de árboles y flores, y el campo huele distinto ya. Huele a primavera. A verano...

Mientras, parece que todo sigue, pero no. No sigue para muchas personas que se han quedado en el intento, en el marco de la pandemia que en estos tiempos asola el mundo. A veces parece como si nada pasase, o eso se quiere hacer ver, en un desesperado intento de que no se paren los tenues y frágiles hilos sobre los que está depositada la organización social de la especie humana. Pero vaya si pasa... Y si no, que se lo digan a quienes no están ya, y a sus familias rotas. Pasa, y mucho. Y, por lo que se ve, seguirá pasando...

Y es que, miren, no vale mirar para otro lado. Hay que actuar. Y actuar, por mucho que nos duela y no nos apetezca, es tratar de cerrarle al virus lo máximo posible sus posibilidades de transmisión. Algo que, por cierto, también implicará una menor probabilidad de mutación y, en particular, de mutaciones significativas que pongan aún más en peligro a nuestra especie. Hay que acabar con él, no acostumbrarse a vivir con él. Son dos aproximaciones que pudieran parecer coincidentes, pero que distan diametralmente en cuanto a los medios y procedimientos habilitados para llevarlo a cabo.

En concreto, considero un nuevo despropósito lo que nuestros representantes políticos —de más cerca y de más lejos— deciden para atajar esta crisis. Comprendo que están muy presionados por mucha gente, pero es que lo difícil es precisamente estar a la altura en situaciones como esta. Entender el bien común por encima de los intereses particulares y, a partir de ahí, no ceder. Articulando, además, ayudas verdaderamente efectivas, ágiles y potentes para los sectores implicados, claro está. Algo que, por otra parte, siempre será más barato que el enorme gasto sanitario, social y humano en el caso contrario.

Y es que, cuando el virus tiene menos presencia entre nosotros, es precisamente cuando hay que darle otra vuelta de tuerca. Cuando debemos confinarnos para condenarlo a la nada. Cuando debemos cerrar las fronteras y ser exquisitos con el tratamiento y requisitos de las personas que entran y salen. Cuando debemos confinarnos, sea Semana Santa, Semana Blanca, Navidad o lo que ustedes quieran. Cuando debemos apostar por la prudencia, más que nunca. Cuando podemos respirar, y dejar respirar a los equipos sanitarios que trabajan sin pausa desde el minuto uno de la pandemia. Y cuando, al tiempo, las medidas han de ir tendentes a la cuasierradicación del patógeno entre nosotros, y no jugar con olas, olitas y otras zarandajas, que siempre acaban mal.

¿Se han dado ustedes estos días una vuelta por el pinar de Cabanas? Pues háganlo, con todas las medidas, y observen la multitud de acentos de todos los colores que oirán ustedes. Lo mismo si lo hacen en Sanxenxo o en muchos otros lugares de las Rías Baixas. O en muchos de nuestros otros destinos turísticos. Las tan cacareadas medidas de contención y cierre perimetral, por lo que sea, parece que no han dado todos los frutos esperados. Y, sabiendo quienes son los infractores, tampoco parece que haya mucho control concello a concello, casa por casa si es necesario. Este es un país roto y dividido, donde muchos de nuestros conciudadanos y conciudadanas hacen lo que les da la gana, como si esto no fuera con ellos. Pero, claro, luego vendrán los repuntes y... lo atribuiremos al azar. Ja, ja, ja. Todo tiene una causa, amigos y amigas, y eso de hacer siempre lo mismo esperando resultados diferentes no es, digamos, demasiado científico. De los excesos de algunos, tristemente, nos comprometemos todos. Y el precio que paguemos por ello puede ser enorme. Insoportable.

Ahora tocaba la moderación. Tocaba el extremo cuidado. Que el virus no se vea no significa que no esté, y vaya si está. Los indicadores son claros. Y no es madrileñofobia plantear que la zona con más incidencia de España no debería haber dispersado, una vez más, al patógeno. Este, como todos nosotros, solo busca sobrevivir y perpetuarse, reproducirse en millones de copias con cada nueva infección. Y, francamente, se lo estamos poniendo facilito, facilito...

Hemos perdido la batalla cuando alguien decidió conjugar virus y normalidad. De eso nada. La normalidad debería venir después de la práctica eliminación del primero, como han conseguido aquellas sociedades que entendieron desde el principio el problema. Los demás han jugado a meter el problema debajo de la alfombra, con continuas pesadillas brotando de debajo de ella. Es el mismo planteamiento que en la peste veneciana retratada por Mann y Visconti, donde no se hablaba de ello para no espantar al turista. Un planteamiento que solamente conduce a la negrura, a la desesperación y a la muerte.

Hay que intentar erradicar el virus, en lo posible, aunque parezca más difícil e incómodo. Lo otro son componendas que, a la larga, supondrán muchísimo más sufrimiento y muerte. Y, también, más dinero.