Ahora que el estado de alarma parece tocar a su fin (en principio, o por el momento), los presidentes autonómicos claman al cielo. Hace poco clamaban por todo lo contrario. El caso es clamar. No sé, a lo mejor frivolizo con un tema tan serio, pero, de un tiempo a esta parte, tengo la impresión de que hay políticos que se han aficionado (¿enganchado?) a la sobreabundancia (¿sobredosis?) de presencia mediática que la crisis del coronavirus les ha proporcionado, y les va a costar dios y ayuda desengancharse y regresar a su papel habitual, a la sombra siempre del gobierno central. Tomar medidas constantemente, aunque muchas de ellas no sirvan para nada y resulten de imposible cumplimiento, es una oportunidad inestimable de mostrarse al mundo como unos líderes abnegados. Poco importa que sus imposiciones acaben o no resultando beneficiosas para los ciudadanos de su pequeño reino, como poco ha importado antes cualquier decisión que hayan tomado en inversiones astronómicas e inútiles, o en gestiones desafortunadas de lo público, cuando no directamente torticeras, como las privatizaciones en Sanidad, por poner un ejemplo que viene mucho a cuento.

Durante esta crisis, conspicuos dirigentes autonómicos no han hecho más que generar crispación y tensiones, decir una cosa primero y luego la contraria, y, sobre todo, echarle la culpa de todo a sus contrincantes políticos, en ocasiones de una forma tan absurda y estúpida como macarra e incluso obscena. El problema es que los ciudadanos, seguramente en defensa propia, por higiene mental, tendemos a olvidar los disparates y negligencias que comenten nuestros gobernantes, las sandeces que sueltan en las redes sociales o ante cualquier micrófono que les pongan delante, la temeridad de su ignorancia y la desfachatez de sus actuaciones. Mentir se ha convertido en una herramienta más de la política. No tiene consecuencias, es decir, a los votantes les parece legítimo que sus líderes carezcan de escrúpulos, ética y sentido de la responsabilidad con tal de ganar unas elecciones.

Ante este panorama, debería aterrorizarnos el mero hecho de que esta gente se crea con derecho a modificar la legislación vigente para arrogarse mayores poderes sobre la ciudadanía y dedicarse a restringir a su antojo derechos fundamentales con la excusa de esta o cualquier otra crisis que pueda depararnos el futuro. El siglo XX nos ha enseñado, hace nada, que el autoritarismo no es la solución a los conflictos de nuestras sociedades, sino la patología de ciertos energúmenos que proliferan en todas las crisis.

En este momento, no parece que se contemplen más medidas contra el virus que aquellas que recortan o anulan nuestros derechos. Mientras tanto, la gestión de las vacunas es un desastre. Mi padre, sin ir más lejos, con ochenta y seis años, sigue esperando la suya. Desde la Jefatura territorial de la Consellería de Sanidad me dicen que, mientras no contraten más personal, nada se puede hacer. La vacunación se demorará, y, sin otras alternativas para salir de esta situación, nuestros políticos autonómicos lo único que lamentan es perder, digamos, su capacidad autoritaria. ¡Menudo vicio!