Aquí estamos de nuevo, con un texto centrado en una jornada importante, que a todos nos atañe. Y es que hace un par de días fue 22 de abril, fecha en la que desde 1970 se celebra el Día Internacional de La Tierra. Podría parecer un hito conmemorativo sin mucho más detrás, pero lo cierto es que la relevancia y vigencia de los temas comprometidos en este ámbito hacen que, para mí, ese sea un día especial.

Sí, especial, porque nos va literalmente la vida en las decisiones que se tomen en relación con los grandes problemas del planeta. A nosotros y, desde luego, mucho más a los que vendrán detrás. Y el panorama no es exactamente muy halagüeño... Miren, lo vemos en estos tiempos de pandemia. Hemos sido capaces de articular una organización internacional compleja, que puede parecernos sofisticada y hasta exitosa, pero lo cierto es que la misma se tambalea hasta extremos insospechados cuando las cosas vienen mal dadas. No hay una lógica compartida más allá de las fronteras de cada cual, salvo en ámbitos muy concretos, donde los intereses están bien definidos. Y la toma de decisiones a nivel global en materias urgentes e importantes se enfrenta a menudo con la desconfianza, los prejuicios, el absoluto desinterés o los recelos de cada uno de los actores en el tablero, sin que existan con frecuencia mecanismos que puedan desencallar determinados procesos. Es más, incluso valorándolos como importantes y urgentes, muchos de estos necesarios abordajes son a veces moneda de cambio o elementos de presión dentro de negociaciones en curso, en el contexto de la muy compleja dinámica de fuerzas entre países o bloques. Hay cosas que se hacen o no, al margen de que se crea en ellas o todo lo contrario, sino en el seno de muchas partidas de ajedrez cruzadas, a nivel global, que definen el delicado equilibrio de fuerzas dibujado, en cada momento, entre los diferentes actores.

Mientras, muchos de tales problemas globales se agudizan, sin que se tomen decisiones verdaderamente efectivas. Unos las proponen, sí, pero a menudo se trata de cambios que, si no son abordados de una forma generalizada, no tendrán efecto real. De poco sirve que un país o grupo de países descarbonicen su economía, por ejemplo, si otros continúan al alza con tales emisiones perniciosas. O se asume de verdad y por todos o... el problema seguirá vivo. Y las consecuencias de los mismos, al alza.

Este año el objetivo trazado por Naciones Unidas es el de llamar la atención sobre la urgencia de la crisis climática y la degradación del medio ambiente, así como sobre la necesidad de actuar de inmediato sobre ello. Esto es, precisamente, porque tanto la ruta como los hitos están definidos desde hace tiempo, pero una cierta dinámica interesadamente procrastinadora hace que los primeros sean aplazados y vueltos a aplazar hasta la extenuación. Lo mismo ocurre con otros problemas globales, muy relacionados con estos, como la erradicación de la pobreza extrema o la promoción de un cierto nivel de equidad. Se dice que sí, se plantean compromisos con un horizonte temporal, tales como los Objetivos de Desarrollo del Milenio (2000), para terminar asumiendo retrasos que se convierten, finalmente, en incumplimiento generalizado, procediéndose a la revisión absoluta de los mismos -2015- o a su reconversión en otra propuesta —Objetivos de Desarrollo Sostenibles, ODS—, todavía muy abierta y no alcanzada.

Influye en ello la dinámica política específica de cada uno de los países, con temas que se caen de la agenda pública ante la desidia de cada sociedad. Y, por supuesto, la mentalidad cortoplacista del ser humano, que con sus pocas décadas de esperanza de vida no acierta a centrar la importancia de políticas cuyos resultados le trascenderán. O, rizando el rizo, la mucho más a corto plazo aún visión del político medio, implicado en proyectos ligados a períodos legislativos cortos, muchas veces inconexos y fragmentados, sin demasiada visión de futuro. Extendiendo el conjunto de todos estos fenómenos a la realidad de cada país, y asumiendo la diversidad en los momentos de cada uno, muchas veces el valor promedio de todos los movimientos tiende a cero. A la inacción. A hablar de cambios para que nada cambie. A que la intersección de lo que se puede, quiere y sabe hacer, por parte del gigantesco y monstruoso aparato multinacional, sea el conjunto vacío. Nada de nada. Y ya se sabe que la peor forma de dejar que nos alcancen los problemas es, precisamente, la inacción. El dejar que estos se pudran. Y eso es lo que hoy nos está pasando, se diga lo que se diga, en muchos de los temas clave a nivel mundial.

Día de La Tierra, una ocasión estupenda para reflexionar sobre esta temática, y para reivindicar cambios profundos, que nos lleven a un mejor paradigma. Les dejo, a modo de colofón, con unas palabras del Secretario General de la ONU, António Guterres, pidiendo una acción decisiva para proteger nuestro planeta tanto del coronavirus como de la amenaza existencial de la alteración del clima: Él afirma: “La Madre Tierra está instando claramente a un llamado a la acción. Recordemos más que nunca en este Día Internacional de la Madre Tierra que necesitamos un cambio hacia una economía más sostenible que funcione tanto para las personas como para el planeta”. A ver si, por fin, nos lo creemos...