En estos tiempos de viajes imposibles o poco estimulantes, leo a Enric González y me pierdo por las calles de Londres y Roma, comparto con él unos tragos en los mejores tugurios de Nueva York, lo acompaño en sus mudanzas sucesivas, conozco a sus amigos, a sus compañeros de profesión, a su mujer. En estos tiempos de consignas simplistas y falta de imaginación, viajo a contracorriente a través de las palabras y la inteligencia de un periodista con mucha literatura sobre sus hombros.

Abrumado ante una oferta audiovisual desmesurada que a estas alturas de mi vida se escapa al tímido control de mi mando a distancia, prevenido del filtro de corrección política o de la burda manipulación de contenidos llevada a cabo por los equipos de marketing de ciertas plataformas, he ido, poco a poco, aburriéndome de esa rutina diaria de película o serie instaurada por quién sabe qué razón en algún momento de alguna de mis otras vidas. Tengo la impresión de que el empacho audiovisual al me he sometido durante estos últimos años ha empobrecido mi relación con el cine que veo en casa. Me cuesta entrar en las historias, participar de las emociones de sus protagonistas. A menudo, sus diálogos me parecen forzados o directamente inverosímiles. He empezado a percibir ciertas costuras técnicas que antes me pasaban desapercibidas. Pierdo el hilo, me quedo embobado en el fluir de imágenes con la mente puesta en cualquier pormenor doméstico. A veces, cierro los ojos y desaparezco del mundo hasta que M. me trae de vuelta a los títulos de crédito con su codo cariñoso.

En estos tiempos de griterío estándar, de obsesiva categorización de todas las cosas (ideas, territorios, personas; qué más), de modas atropelladas, de consumos masivos a través de esas sondas tecnológicas que nos han puesto en las manos, y por las que nos ceban con toda clase de basura patrocinada, yo prefiero maltratar mi hígado con un buen whisky y aguijonear mi inteligencia con un libro como el de Enric González, Todas las historias y un epílogo (RBA, 2018), donde el autor reúne sus historias de Londres, Nueva York y Roma, y donde uno se sumerge en una escritura al margen de cualquier impostura. González pertenece a esa estirpe de periodistas que alumbraron y enriquecieron la literatura con crónicas maravillosas de la vida, como Truman Capote, Norman Mailer, Joseph Mitchell, Joan Didion, Manuel Chaves Nogales, etc. Llevaba tiempo disfrutando de sus columnas dominicales en El País, y ahora, en sus libros, me he encontrado con esa misma voz, si cabe más desatada, que combina con asombrosa naturalidad riquísimas dosis de información con reflexiones cargadas de ironía y escepticismo. Las tres maravillosas ciudades que recorre en sus historias son solo una excusa para escribir sobre todo aquello que de verdad nos concierne: la vida y la muerte, la amistad, el amor, el miedo, la fragilidad, la belleza… Todo lo que nos ha ofrecido siempre la verdadera literatura, esa causa perdida que, para algunos, es todo lo que tenemos.

*Escritor