Circula por el mundo universitario el chascarrillo de que a los profesores nos pagan un tercio en dinero, un tercio en vacaciones y un tercio en vanidad. Puede que haya algo de eso, pero, de ser así, creo que falta un concepto, —que no se recoge probablemente porque no se trata de una partida generalizada— que es el afecto. Y es que no son pocos los profesores que reciben de sus alumnos la retribución moral de la gratitud, el afecto y el cariño, cosa que suele suceder con los discentes que dejan en sus alumnos un “buen recuerdo”.

Viene esto a cuento porque acabo de leer una noticia (buena, por cierto, sin que por ello deje de ser noticia) sobre un profesor brasileño, Marcelo Siqueira, que enseñó Historia y Geografía en la Escuela Estatal Doña Carola de Curitiba durante 26 años, que era muy popular en el barrio porque era propietario de un Volkswagen que había adquirido en 1972. Debido a la crisis de la pandemia tuvo que tomar la dolorosa decisión de vender su querido vehículo. El suceso llegó a los oídos de algunos de sus antiguos alumnos, que crearon un grupo de WhatsApp para recaudar dinero para recomprar su antiguo Volkswagen. Pero el detalle no se quedó ahí, sino que restauraron el viejo escarabajo de su profesor y se lo entregaron como si fuese nuevo.

Esta emocionante historia se conoció al intervenir el profesor Siqueira en el programa brasileño Meiodía en el que relató la enorme emoción que le causó el gesto de sus escolares. En el vídeo que se emitió se le veía secándose las lágrimas, mientras sus antiguos discípulos aplaudían después de haberle dado la mayor sorpresa de su vida.

Es evidente que se trata de un hecho que no es frecuente y si se ha convertido en noticia es precisamente por su carácter excepcional. No conozco en absoluto al mencionado profesor pero tengo para mí que tiene que reunir un conjunto de cualidades que engrandecen su figura.

En efecto, el profesor Siqueira debe tener una calidad humana y académica del máximo nivel para movilizar a su antiguo alumnado con el fin de darle tan extraordinaria satisfacción. Y hablo de calidad humana porque si la misión de enseñar supone ya en sí misma una gran generosidad, cuando el alumnado aprecia a un profesor suele ser porque a dicha virtud añade la sencillez en el trato, así como una encendida pasión por la enseñanza.

El profesor es generoso porque comparte todo su saber con sus alumnos sin reservarse nada; la naturalidad o sencillez en el trato implica que a pesar de sus saberes el buen profesor nunca enseña subido a un pedestal; y la pasión por la enseñanza hace que ejerza esta noble vocación mostrando el camino más adecuado para alcanzar el conocimiento y conseguir que el alumno disfrute recorriendo ese camino. Y es que como dijo Albert Einstein “el arte supremo del maestro consiste en despertar el goce de la expresión creativa y del conocimiento”.

El buen profesor, además de todas las cualidades anteriores, deberá también tener el don de la claridad. Ortega y Gasset afirmó en su obra ¿Qué es filosofía?, que “la claridad es la cortesía del filósofo”. Y fiel a esta máxima expuso en todos sus escritos su denso pensamiento de un modo tan accesible que lo hacía compresible incluso para quienes no tenían mucha idea de esta compleja materia. Lo cual, aunque parezca lo contrario, solo está al alcance del verdadero maestro.

Por mi parte, me permito la osadía de matizar que la claridad es algo más que un acto de cortesía; dentro del nivel propio de cada materia académica, expresar con claridad el pensamiento es un deber, una obligación; y no solo del filósofo, sino de todos aquellos que tienen que explicar ideas a los demás, ya sean propias o ajenas.

Tratar de ser claro es un comportamiento al que vienen obligados todos los docentes, y que no puede ser omitido pretextando la supuesta profundidad del pensamiento. Porque quien no es capaz de explicar algo claramente es porque él mismo no lo comprende bien. Por eso, para iniciar el camino hacia la claridad, tal vez deberíamos empezar por sustituir la pregunta: ¿me entienden? —que solemos hacer y que denota prepotencia—, por la más humilde de: ¿me explico? Lo malo es que más de una vez nos dirían que no.

No comparto, pues, en modo alguno la opinión —más extendida de lo que parece— de los que equiparan lo incomprensible a lo profundo y lo claro a lo superficial. Para mí, lo incomprensible es simplemente eso: algo que no se entiende. Y cuando un pensamiento no es tenido por claro por los que deberían comprenderlo, es que está oscuramente concebido; solo puede ser, por tanto, confusamente transmitido; y, como consecuencia de ambas cosas, es imposible que sea rectamente entendido por sus destinatarios. En lo único que coinciden el pensamiento incomprensible y la profundidad es en la oscuridad que rodea a ambos.

Finalmente, la tarea de enseñar adquiere tal envergadura que coincido con Guy Kawasaki, reconocido mánager de Macintosh, cuando dijo: “Si tienes que poner a alguien en un pedestal, pon a los maestros. Son los héroes de la sociedad”. Ante tan importante profesión, como es la enseñanza, ¿no les parece que sentir el afecto y agradecimiento de los alumnos, como le sucedió al profesor Siqueira, es una retribución incomparable? Los profesores no alcanzamos el reconocimiento de los grandes artistas, cantantes o músicos, por eso no recibimos aplausos como ellos. Pero nos llevamos una alegría impagable cuando recibimos el afecto duradero de nuestros alumnos.