Del dicho al hecho va un trecho, ¿no creen? Al menos ese es un aprendizaje que yo certifico cada día más a partir de la experiencia cotidiana. Una cosa es lo que digamos y luego otra, a veces bien distinta, lo que hagamos. ¿O no? Sí, ya sé que estamos en una etapa posmoderna donde todo es mucho más líquido que antes, a la manera genialmente explicada por Bauman, y que la verdad —si es que esta existe de forma absoluta— muta hoy en posverdad, en mentira, a velocidad de vértigo. Y que, consecuentemente, todo es más fluido y más evanescente de lo que nunca hemos imaginado. Ya sé también que el papel lo aguanta todo, y que hoy hasta el futuro de todos se escribe con las letras tenues de las medias tintas, mucho de manipulación y más todavía de medias verdades. O sea, de medias mentiras, alejadas de los datos asépticos y contrastados, fiables y rigurosos necesarios para progresar.

Hay, por otra parte, un elevado nivel en nuestra sociedad de “cultura del envoltorio”. De florituras en el envase, con el foco muy lejos del contenido. De frivolidad donde tendría que haber raciocinio, edulcorado con poses y modos que poco tienen que ver con lo importante. Terreno abonado para que una buena campaña de marketing pueda propiciar un vuelco electoral de un día para otro. O para que un producto pésimo pueda arrasar en el lineal, simplemente porque le hayan pagado una fortuna a cualquier personaje famoso, se ve que con pocos escrúpulos para decir lo que le pidan. ¿Se han dado cuenta ustedes lo extraño y contradictorio que resulta, por ejemplo, que un afamado cocinero glose en un spot las virtudes de un sopicaldo industrial que aporta sal y poco más? Sí, extraño, cuando menos.

Las grandes empresas se apuntan cada vez más a esta vorágine de manipulación colectiva. De humo y... nada más. ¿Lo ven así? Yo les pondré hoy un ejemplo para concretar y no quedarme en la teoría. Un ejemplo que vivo en carne propia. Y es que se diga lo que se diga en los medios, especialmente si es pagado, luego la feria irá por otro lado. ¿No? Pasen y vean...

En esta época hay una empresa de telefonía que hace gala, con una costosa campaña publicitaria, de que escucha a las personas. No es verdad. Va a su bola. En este artículo les hablaré de mi experiencia, que muestra que —en realidad— le importa poco la verdadera atención al cliente. Y, para muestra, un botón. Les cuento… Imagínense un fuerte temporal de viento. Aproximadamente, enero. Recién colocada la fibra óptica, un cable se ha caído de su soporte, llegando a rozar el suelo y a comprometer la entrada a casa, molestando además a los vecinos. Infinidad de llamadas a centros de desatención al cliente, en los que agentes provistos de una aplicación informática, unos cascos y un micrófono se enfrentan a la realidad de los clientes, pero desconectados del necesario y pertinente soporte real y ágil de la empresa. Y siempre el mismo ritual: una atención esmerada, con la eterna promesa de que la incidencia será comunicada. Una vez. Dos. Diez. Muchas más... Y todo ello para, al final, llegar a lo mismo. A la nada. A la negrura. A tener que recoger el cable con las manos de uno y colocarlo, de cualquier forma, sobre un seto. Y vuelta a llamar... Y a llamar... Una espera de meses, sin que nada cambie, salvo el sonsonete de unas voces dulces y amables en espacios publicitarios desconectados de la realidad donde la empresa se cuelga medallas sobre atención a las personas. ¿A qué personas? A mí no. No a personas reales. A sus clientes. Cultura del envoltorio. Tiempos líquidos. Van cinco meses.

A eso está llegando la comunicación en nuestra sociedad. Lo hacen partidos políticos, empresas y... existe hasta en el tú a tú, en las relaciones personales. Lo que se dice y lo que se hace son cosas diferentes. Lo que se pregona y lo que en realidad sucede, también. Lo que ocurre y lo que se acepta luego como ocurrido, difiere. Y, así, es difícil entendernos. La virtualidad, además, fomenta esto. Esta es una de las poderosas razones por las que yo prefiero un sobreprecio, por ejemplo, que apuntarme a la distribución por parte de empresas gigantes donde no puedes poner cara a un interlocutor directo, real y al que puedas ver en persona. ¿A esto nos resignaremos?

Coda uno: Hay un coche delante de mi puerta, cuando ya he terminado de escribir estas líneas. Le pregunto si viene por lo del cable. Me dice muy amablemente que no, que viene de otra casa, y que solamente se puede abordar tal tarea con una orden específica de trabajo. Que llame... Ya...

Coda dos: Llamo de nuevo. Atentísimos otra vez. Constatan que ya sabían de mí y del cable el pasado 24 de enero. Me agradecen la llamada, se disculpan y afirman que lo pasarán... Les digo que la próxima semana llamaré para un atestado a la Guardia Civil. ¿De verdad hay que llegar a esto para procurar una adecuada atención al cliente? Pero... ¿no escuchaban a las personas?