Escribir se me hace cada día más difícil. No solo estas líneas mínimas (y sin embargo laboriosas, porque escribir no es solo poner una palabra detrás de otra. Hay quien lo cree, y se le nota), sino los interminables textos novelescos que uno pergeña a horas intempestivas sin una razón lo suficientemente sólida como para argumentar el empeño ante tu compañera o tus hijos. Utilizo poco las redes sociales, pero cuando subo algo a ellas, rara vez escribo unas palabras, y en todo caso, sin la menor intención literaria. Las redes representan la velocidad, lo fungible, el consumo por el consumo en sí mismo y, además, en ellas da la sensación de que vale cualquier cosa con tal de que resulte llamativa o muy original, ingeniosa o falsamente transgresora; todo lo contrario de lo que, a mi modo de ver, caracteriza a la literatura.

Cada vez me cuesta más encontrar o alcanzar el estado anímico necesario para zambullirme en mis propias ficciones, renunciar a las migajas de tiempo libre que me ofrece la inevitable rutina diaria. La vida pasa demasiado rápido y uno ha ido aprendiendo a disfrutar de lo que de verdad importa y a dejar a un lado todo aquello que ensombrece o estorba. Ay, pero no siempre es tan fácil, porque hay cosas que merecen la pena a pesar de todo (el tiempo, el esfuerzo, la incertidumbre), y escribir quizá sea una de ellas.

Hay otra actividad literaria, sin embargo, a la no me cuesta nada entregarme y dedicarle todo el tiempo del mundo (que siempre es insuficiente): la lectura. No conozco otra ocupación más satisfactoria. Además, combinada con otros grandes placeres de la vida (que cada uno elija lo suyos, pero a mí no me faltaría una copa de vino y la lluvia de notas de piano de alguna melodía de Keith Jarrett, por ejemplo, y no de fondo, sino en el mismo plano o a la misma altura de esas palabras que, a la vez, me abstraen del mundo exterior y me arrastran muy lejos de mi sillón y de mi vida; también, puestos a pedir, la cercanía lectora de M., pararnos de vez en cuando a comentar alguna escena o frase memorable) puede resultar incluso lujuriosa (absténganse pues pacatos y puritanos).

Me encanta leer todo lo nuevo que publican mis escritores de cabecera, pero hay todavía un placer mayor en el descubrimiento de una nueva voz. No es fácil. Uno tiene sus fijaciones y sus manías, y poco tiempo para los grandes hallazgos, pero cuando esto ocurre, nunca dejas de maravillarte. No me refiero a que te haya gustado más o menos un libro, sino a que comprendes que la escritura de ese autor, hasta entonces desconocido para ti, conecta contigo de un modo tan íntimo que no das crédito a la ignorancia en la que has estado viviendo hasta ahora. Esto mismo me ha pasado hace nada con la escritora irlandesa Maggie O`Farrell, luminosamente traducida por Concha Cardeñoso. Y al leerla, además, casi he llegado a entender el sentido último de la escritura: dejar constancia de esa belleza, de esos momentos memorables de la vida que siempre se nos escapan. ¡Qué empeño tan loco y gigantesco!

*Escritor