Desde que Thomas Alva Edison, allá por el año 1880, comenzase su visionario proyecto de distribución de electricidad a gran escala en las ciudades, mucho ha cambiado la vida. Bueno, entre otras muchas cosas la propia lógica de tal actividad, en la que se pasó de la corriente continua, defendida a capa y espada por Edison, a la alterna, ante la total resistencia al cambio del notable inventor, que entendió que aquellos que le aconsejaban la migración a la tecnología de corriente alterna estaban equivocados. Una falta de visión que le acarreó serios perjuicios, incluido la pérdida del liderazgo en tal tema, a pesar de haber sido él el primero en ponerlo en práctica.

Desde aquellos tiempos, pues, en que la Westinghouse se posicionó a favor de la corriente alterna, con el ingeniero Nikola Tesla en sus filas después de un breve paso por la compañía de Edison, el paradigma no ha cambiado. “Fábricas de luz”, cada vez más eficientes y que utilizan diferente tipo de fuentes y tecnologías asociadas, se conectan a una tupida red interconectada de conductores que terminan acercando la electricidad a nuestros negocios y hogares, así como a equipamiento colectivo y al alumbrado público.

Y, también desde entonces, estas compañías han representado siempre una importante cuota de poder en nuestra sociedad. Clasificadas como suministros esenciales, tanto en lo económico como en su capacidad de influencia en los estamentos políticos y sociales, las eléctricas siempre han sido un capítulo aparte dentro de la cuestión fabril, con una dinámica de “lobby” y presencia social y política bastante particular.

Sí, las eléctricas mandan, y lo hacen mucho. Y a todo ello no es ajena la enorme permeabilidad existente hoy entre determinados eslabones de la política a su más alto nivel y los Consejos de Administración de tales corporaciones. No sé si esta puede ser determinada como la causa de que muchas de las decisiones económicas e industriales en nuestro país en relación con este sector sigan siendo opacas, torticeras y… complejas. Enorme e inexplicablemente complejas, con bandazos y formas de regulación en las que tales compañías siempre ganan, independientemente de la necesaria orientación a resultados de estas políticas. ¿Se acuerdan por ejemplo ustedes del “impuesto al sol”, con el que se penalizaba la rentabilidad de la autogeneración, tan importante dentro del marco de la lucha contra el cambio climático?

Hoy la polémica llega a nuestros hogares de la mano de una nueva tarifa eléctrica que, aunque sobre el papel pretenda una cosa, parece que nos llevará a la contraria. Un nuevo episodio de la ley del embudo, que hace que las compañías nunca pierdan, acrecentando su capacidad económica a medida que se concentran, alejando sus centros de decisión del territorio en el que operan. Ellas, que nos afectan a todos, siempre ganan. El actual tarifazo eléctrico, por la que se nos antojan como pretendidamente normales mensajes como que debemos utilizar los electrodomésticos en la madrugada, es un nuevo ejemplo más. Nada nuevo. La constatación de mucha falta de transparencia, por un lado y, aún existiendo razones de base en la programación de los nuevos precios, la confirmación de que los mismos siempre son repercutidos al cliente en términos de encarecimiento del servicio.

Es tarea de quien gobierna el armonizar la conciliación de los legítimos intereses de las empresas y, en particular, del sector eléctrico, con el interés general, habida cuenta de la enorme sensibilidad de este tipo de cuestiones. Y, ante la duda, tal interés general debe primar sobre cualquier otro elemento.

A veces, cuando se anuncian nuevas tarifas y a la vez reformas que pretenden paliar los efectos negativos de las primeras, todo ello no queda demasiado claro. Falta transparencia, en mi humilde opinión. Siempre ha faltado en lo tocante a las eléctricas, y la cuestión sigue hoy así. Y aquí hay un claro itinerario de mejora... ¿No les parece?