Respetuosos saludos, queridos y queridas. Tengo que morderme la lengua para no hacer una nueva referencia introductoria al paso del tiempo, porque es lo que me sale cada vez que retomo el epistolario con ustedes. En aras de la variedad, esta vez me contendré pero... Me cuesta. Ustedes ya saben, tengo tan presente lo rápido que discurren nuestras vidas, que nunca me canso de hablar de ello. Pero, como les digo, conviene ir variando un poco tanto el introito como el contenido de cada artículo, no sea que les canse. Y eso, les aseguro, no lo pretendo.

Sin introducción, pues, y no sin antes desearles lo mejor en este nuevo día que compartimos, seguimos directamente a aquello que les quería contar. Y ello surge a partir de varias lecturas, tanto de prensa general como de publicaciones más especializadas, sobre cómo va el proceso de vacunación en las zonas más depauperadas del mundo. O, para ser más exactos, el proceso de NO vacunación en dichos territorios. Porque, miren, los datos cantan.

Cualquier problema lleva siempre aparejadas una o más oportunidades. Y, con el enorme reto global de la vacunación contra la COVID-19, quizá podrían corregirse dinámicas globales verdaderamente discriminatorias con aquellas personas más vulnerables de los países con menor músculo económico y financiero. Algo que, además de sus implicaciones éticas, serviría para edificar un nuevo orden mundial basado en valores diferentes, a pesar de las inercias en contra defendidas por los grupos de interés implicados en lo contrario. Y que, además, es absolutamente indispensable e inaplazable para asegurar un verdadero control de la enfermedad, dicho sea de paso. Pero no, a día de hoy, como les digo, esto no está pasando... Ni siquiera, de forma más interesada, por los últimos motivos esgrimidos, que son palmarios. Una verdadera pena.

Vamos a los datos. Según diferentes fuentes podemos llegar a la conclusión de que, en el conjunto de África, a día de hoy, se han inoculado unos treinta y pocos millones de vacunas. ¿Son muchas? ¿Son pocas? Bueno, una buena forma de contrastarlo es comparar esto con la población total de dicho continente. En los países africanos viven hoy unos 1.347 millones de personas, lo cual constituye en torno al 16% de la población mundial. Como se habrán dado cuenta, el número de vacunas aplicadas allí no es, ni por asomo, una cantidad cercana a dicho porcentaje. Piensen que, a nivel global, se han administrado ya en torno a dos mil millones de dosis... Ya ven cómo están las cosas...

Más datos... En este momento el conjunto de África ha puesto dos dosis de vacuna, en media, por cada cien habitantes. En Estados Unidos la cantidad ronda las 60 por cada 100. Y en Europa andamos por los cuarenta largos, unas 45-46 personas por cada 100 habitantes. Volvemos a ver, con toda su crudeza, la limitación de las estrategias de vacunación en territorios donde, precisamente, las personas viven más hacinadas, con menor acceso a servicios sociales básicos, como la disponibilidad de agua potable, y con servicios de salud precarios o inexistentes. Lugares donde, muchas veces, la COVID-19 no pasa de ser el quinto o sexto problema agudo de salud por importancia y potencial letal.

No olviden, además, que las cifras explicadas sobre el continente son globales, incluyendo a las élites dominantes, que sí tienen acceso a un sistema de salud y, por supuesto, a las estrategias de vacunación. Con todo, restando esto, nos damos cuenta de cómo están verdaderamente las personas que viven al día de forma sencilla, en lugares donde muchas veces el Estado no está, ni tampoco se le espera. Realmente estamos ante una nueva brecha, una nueva frontera que marca la abrupta discontinuidad en la realidad, donde podría existir una oportunidad global de empezar a actuar de otra manera.

Sí, nos damos cuenta de que la inequidad vuelve a asomar su cara en torno a esta cuestión. La cara de la diferencia abismal. La cara del desatino. La cara de basar el acceso o no a un estándar de salud —¡de salud!— en función de la nacionalidad o del volumen de la tarjeta de crédito de cada uno. La cara de la crudeza. Pero no se engañen. Se lo he dicho muchas veces. Los virus no entienden de pobres y ricos. No entienden de dinero, o de posición dominante. Los problemas globales de la Naturaleza no están afectados por nuestras fronteras arbitrarias, peculiares modos de vida y discutibles valores. Ellos van a otra cosa. Y, por eso, la incapacidad, la desidia, o el interés económico de terceros no puede ser la excusa para que, una vez más, vuelva a pasar lo de siempre. Porque sembrando inequidad, como hemos constatado ya tantas veces, lo que se recoge es miseria global.

Queda todavía, quizá, tiempo para un cierto margen de maniobra.