Tengan buen día. Volvemos a encontrarnos, cuando junio lleva camino ya de ser pulverizado por el paso del tiempo. Medio mes se nos ha tragado la vida desde que este sexto protagonista del año comenzó a asomar, y en nada nos ponemos ya en tiempo de solsticio. Días mágicos se aproximan, pues, en el sentido de enraizados en la tradición más arraigada de fascinación y homenaje al entorno en el que vivimos. Ahí estamos...

Y, mientras esto ocurre, la actualidad sigue desgranando su margarita. Hoy esto, mañana aquello, y siempre un supuesto continuo en el que uno tiene una sensación continuada de “déjà vu”. Pero no nos engañemos, nada o casi nada es perpetuo. Y, mucho menos, nosotros. Unos van incorporándose a la existencia en tal devenir, y muchos otros nos van dejando. No, nada es continuo, ni inmanente. Todo fluye y todo cambia.

Y, en medio de todo, la política, más evanescente que cualquier otra cosa. Eso que se nos presenta como servicio público –y que bien entendido, sin duda, lo es– pero que sirve hoy de epicentro de una serie de intereses y querencias por el poder que hace tiempo que han dejado bastante fuera de foco a tal fin. No es que los que se apuntan al carro de la representación pública no quieran servir a los demás, ni mucho menos, pero sí que es verdad que la estrategia y la comunicación tan presentes hoy en este ámbito han tomado la delantera a los propios hechos e ideas, y uno ya casi no sabe cómo son estos últimos, habida cuenta de los vaivenes mediáticos de los protagonistas de estas historias para mantenerse a flote. Estar a salvo de los ajenos y, sobre todo, de los propios. Y, si no, que se lo pregunten por ejemplo a Susana Díaz. O a unos cuantos en el bando de enfrente.

Un mundo, el político, donde la intrahistoria orwelliana –ahora la llaman posverdad– parece que se posiciona por delante en importancia de lo que realmente acontezca. Donde la cultura del envoltorio, y el parecer antes que el ser, son la clave. Donde el titular que se consigue colocar es el trofeo, independientemente de qué haya pasado en realidad. Pero que, por forzado, a veces puede llevarnos, literalmente, a hacer el ridículo. Porque, por ejemplo, una cosa es un “encuentro informal” y otra, se diga lo que se diga y se venda lo que se venda, es una conversación de pasillo de no más de cuarenta segundos. Un “hola”, un “adiós” y una sonrisa. Eso no es una reunión, ni nunca lo ha sido. ¿Dónde está el orden del día? ¿Dónde las actas? ¿Dónde los compromisos acordados y, sobre todo, cuál será la forma de impulsarlos y los responsables pormenorizados de cada uno de tales hitos? Eso fue lo que aprendí yo, en su día, sobre la gestión de reuniones, mucho más allá de los aspavientos y de los golpes de efecto. Lo demás no es reunirse. Es hablar por cortesía. Encontrarse, o hacerse los encontradizos. Y punto. Y así lo ha entendido la administración estadounidense, que no le ha dado rango de encuentro a lo acontecido entre ambos presidentes, y aquí presentado de forma netamente diferente. Pero aquí es distinto. Es vender la noticia, sea la que sea y al precio que sea. Y tal cosa, aunque sea con la mejor y más inocente intención del mundo, puede terminar dejando trasquilado a su protagonista. Como me parece que, finalmente, ha ocurrido aquí, vista la punta que se está sacando al tema...

Ya ven... Todo es fluir y, además, es... cuestión de perspectiva... O de propaganda, que en los tiempos que corren se ha adueñado de la primera.