19 de junio. Un día como hoy, hace treinta y cuatro años, seguramente estaría yo sentado a la hora en la que usted me lee en el Aula de Biología de la Facultad de Química del Campus Sur santiagués, hoy Campus Vida, haciendo el último examen de aquel primer año en la Facultad de Física. El nuestro era un edificio nuevo, y para ocasiones multitudinarias tomábamos prestadas aquellas históricas aulas, con tanta solera, en lo que un día fue la Facultad de Ciencias y luego se consagró definitivamente a la Química. Después de eso, comenzó para mí ese año un bonito y largo verano. Ya llovió, pero muchos de los mimbres presentes en esta historia siguen ahí. Fíjense, mis alumnos y alumnas de segundo de Bachillerato de este año acaban de superar su ABAU —lo que para los de COU era la Selectividad-— y yo mismo, metido de lleno en esta etapa en la educación pública, estoy estos mismos días en el trance de los exámenes para avanzar en la consolidación de mi trabajo en este ámbito. Ya ven, la vida sigue y el tiempo ha ido pasando, pero estos días no se diferencian demasiado de otros. Siguen los exámenes, los retos y las aulas, como parte de la actualidad.

Otros elementos han cambiado mucho, sí. Para empezar, porque muchos de los protagonistas de aquellos días, tanto en nuestro microuniverso personal como en la actualidad más pública, ya no están presentes físicamente entre nosotros. Siguen en el imaginario de cada uno, claro, y forman parte del núcleo duro de todos nosotros, pero no es posible ahora sentir sus risas o tener con ellos una sosegada conversación. Quizá esa es una de las evidencias más palmarias de que el tiempo sigue su curso, aunque siga habiendo otras partes del paisaje de cada día menos variables, de suerte que parecen inmanentes frente al paso del tiempo.

Aquel verano de 1987 comenzaba, como todos, en torno al San Xoán. Y, en los próximos días, esa celebración ancestral en torno al fuego y el agua volverá a visitarnos, aunque los cánones propios de este tiempo de pandemia nos obliguen a ser prudentes y tener mucho cuidado para que no se repitan los números de hace unos meses. Pero el San Xoán seguirá ahí, no tanto en lo festivo y mundano, que me interesa menos, como en lo que significa a nivel telúrico, tan enraizado en la tradición y en la lógica milenaria de nuestro pueblo. Una fiesta tan ligada al solsticio de un par de días antes, este lunes que viene, en el que el verano toma el relevo a la primavera y llega para quedarse con nosotros.

Les he hablado más veces del 21 de junio. Para mí siempre fue un día mágico, en el que Luis, Luisa —Chuchita— y yo mismo celebrábamos juntos nuestro santo. Él era papá, ella una de mis cercanas, especiales y entrañables tías de la plaza de Azcárraga en la Ciudad Vieja, y yo un tipo feliz por aquella jornada llena de luz y color, de olor a verano y de “juanitas” de las de antes, con su crema y su canela. Un día en el que el curso académico había quedado completado, y su fin solamente era el prolegómeno a días de solaz y excursión, y muchos planes nuevos.

Les cuento todo esto porque todos ellos son recuerdos felices que se sumergen en la infancia y, de ahí, van recorriendo como un hilo conductor mi propia vida. Tengo la suerte de tenerlos. Pero hoy, 19 de junio, también es la víspera del Día Mundial del Refugiado. Mañana mismo, 20 de junio. Y me consta, porque he tenido la experiencia de conocer muy en primer persona el periplo vital de más de un solicitante de asilo y refugio, que muchas veces las vidas son muy de otra manera. O no existen recuerdos o, peor, los que hay son de escenarios de destrucción y guerra, de falta de oportunidades hasta la extenuación o de persecución, tortura y pérdida continua de seres queridos y referentes. Sí, hay personas que vivieron y viven su infancia y juventud en entornos de guerra o en lugares hostiles para ellas, por las más diversas circunstancias. Esas personas, exactamente iguales a usted o a mí, no tienen esos vívidos recuerdos felices o, si los tienen, fueron empañados luego por días amargos y oscuros, quizá bombas o ráfagas de metralleta, o simplemente episodios de limpieza étnica o de rechazo y la discriminación.

Es por ello por lo que hoy hago un alegato en mi artículo, impregnado de fuego, mar y agua que “arrecende” a “herba de San Xoan”, a reivindicar esa segunda oportunidad que todo ser humano merece. O la tercera. O las que hagan falta. Porque el derecho de asilo y refugio es algo perfectamente imbricado en el corpus jurídico internacional, pero que muchas veces es ninguneado o bordeado mucho más allá de sus límites, de forma intencionada y fuera de lo legal. Tal derecho es un instrumento que permite salvar vidas humanas y normalizar existencias antes tocadas y truncadas por situaciones verdaderamente al borde del abismo. Es una segunda oportunidad para vivir, en un mundo profundamente asimétrico y lleno de aristas que a veces se llevan por delante a quien vive en un sitio, una circunstancia y un momento poco compatibles con la felicidad...