Hablar de “dogmas discutibles” es un oxímoron; esto es, una “combinación, en una misma estructura sintáctica, de dos palabras o expresiones con significado opuesto que originan un nuevo sentido”. Y es que combinar el vocablo dogma, que es “una proposición tenida por cierta y como principio innegable”, y el adjetivo discutible (es decir, que se puede o se debe discutir), supone crear una estructura sintáctica de dos palabras con acepciones opuestas que originan al utilizarlas juntas un nuevo sentido.

Los dogmas —me voy a referir solo a los políticos, no a los religiosos— tienen, desde luego, aspectos positivos, el principal de los cuales es que sobre la aseveración dogmática no se discute, se admite sin más. Lo cual es beneficioso tanto para los guardianes de los “dogmas” como para los creyentes que se adhieren sin reservas a los mismos. A la gente del montón, por extraño que parezca, no le gustan las dudas, prefiere que se lo den todo resuelto. Ya lo advirtió Stefan Zweig en Castellio contra Calvino cuando escribió que “la gran masa ansía la mecanización del mundo a través de un orden terminante, definitivo y válido para todos, que les libre tener que pensar”.

Rafael Narbona publicó en Revista de Libros, una interesante reflexión, titulada El perfecto idiota de izquierdas... y el perfecto idiota de derechas, en la que se sirvió de la siguiente idea de Ortega y Gasset: “Ser de la izquierda es, como ser de la derecha, una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser un imbécil: ambas, en efecto, son formas de la hemiplejía moral”. El Maestro sostenía que asumir una sola de esas dos posibilidades era una forma de hemiplejía moral, porque suponía ser incapaz de pensar en una forma más extensa, como sucede en dicha enfermedad en la que hay una parálisis de todo un lado del cuerpo.

La verdad es que desde una perspectiva puramente teórica tener que escoger solo una de esas dos opciones puede parecer de imbéciles. Pero estamos hablando de “ideologías” y en la de cada uno de nosotros hay un componente más emocional que racional, que no explica del todo por qué se opta por una y se prescinde de la otra. Con todo, Narbona tiene razón al sostener que hay rasgos propios de los perfectos idiotas de cada signo, a los que yo denomino dogmas políticos “discutibles” y él dogmas “incompatibles con el sentido común”. Por eso, si logramos descubrir esos aspectos discutibles purificaríamos los dogmas ideológicos y con ello facilitaríamos la convivencia entre todos sea cual sea la ideología de que se trate.

Rasgo discutible o incompatible con el sentido común que caracteriza al perfecto idiota de izquierdas es, según Narbona, que simpatiza con los movimientos separatistas; les compra que provienen de naciones oprimidas por el Estado español y que es legítimo su anhelo de secesión y justificables la sedición y la insurgencia. Y admite todo esto incluso en el caso de todo punto injustificable de los asesinos de ETA.

Lo cierto es, sin embargo, que el nacionalismo es siempre reaccionario y regresivo, y el sueño que propugna es crear un espacio de exclusión basado en el idioma y la raza. El perfecto idiota de izquierdas no debe confundir el hecho de que los separatistas apoyen a un gobierno de izquierdas con el dato de que compartan una ideología similar y, en consecuencia, hay que simpatizar ideológicamente con ellos.

El perfecto idiota de izquierdas es también, señala Narbona, rabiosamente antiespañol. Siente una aversión incurable hacia un país que ha aportado a la Historia de la Humanidad, entre otros grandes logros, el Descubrimiento de América y un idioma en el que se expresan seiscientos millones de personas.

A lo señalado por Narbona, yo agregaría, como rasgos más recientes de los perfectos idiotas de izquierdas, que se consideran “progresistas”. Aunque bien miradas las cosas es difícil dárselas de progresista y, por ejemplo, rebajar constantemente las exigencias en educación haciendo que cada vez sea de peor calidad. El perfecto idiota de izquierdas se califica, en segundo lugar, como “feminista”. Pero no sabe si quedarse en el punto de luchar contra la desigualdad propugnando la igualdad real de oportunidades entre hombre y mujer; o abrazar el feminismo radical que considera al hombre enemigo de la mujer por el solo hecho de serlo y que hace uso de un lenguaje inclusivo extremo. Y, finalmente, el perfecto progresista de izquierdas es tan prepotente que está convencido de que es superior moralmente a todos los demás, con los que prefiere no tener el más mínimo roce no vaya a ser que lo infecten de la nefasta enfermedad de la inferioridad moral.

Pero, como no podía ser de otro modo, también hay perfectos idiotas de derechas. Según Narbona, se caracterizan porque intentan blanquear el franquismo, alimentan el miedo contra la inmigración, apenas logran ocultar su homofobia, y minimizan la violencia contra las mujeres. Además, suelen tener afición a las armas, son reacios a las políticas sociales, les producen malestar los gestos de solidaridad, y piden sin tregua el restablecimiento de la pena de muerte. A estas características creo que cabría añadir que muchos no son demócratas o que si lo son les asalta bastantes veces la duda de si es acertado un sistema en el que cada ciudadano tiene un voto cuando es así que hay unos ciudadanos —como ellos— que están mucho más preparados que otros.

Visto que todos esos rasgos que tipifican a los perfectos idiotas de un lado y del otro se basan en postulados muy discutibles o incompatibles con el sentido común, ¿no podrían corregir sus respectivos defectos y organizar la convivencia en torno a lo mucho que los une? Creo que nos iría mucho mejor si abandonamos estereotipos asentados en falsos dogmas y tratamos de ver en el adversario político simplemente un discrepante con el que se puede hablar, y no un enemigo al que hay que combatir ferozmente y sin tregua.