Supongo que el verano acabará llegando también a Coruña. Es cuestión de tiempo, nunca mejor dicho, de armarse de paciencia, en realidad. Otras cosas quizá tarden más en llegar, aunque empiezan a oírse voces que promueven algunos cambios razonables en nuestras costumbres españolas: reducir las jornadas laborales, adaptar los horarios de trabajo a las vidas de las personas, desmitificar la presencialidad, los maratones de reuniones, la vida a la sombra permanente de la oficina. También en el ámbito educativo: adaptar el currículo a los retos y exigencias de la sociedad en que vivimos, aplicar nuevas técnicas de aprendizaje, crear espacios diferentes de convivencia más allá del pupitre ancestral y el aula con la foto del rey o el crucifijo presidiendo las genuflexiones laicas o religiosas de los alumnos. Incluso en nuestros hábitos sociales: mejorar el transporte público y habilitar carriles para bicicletas, crear nuevas zonas verdes y peatonales que nos permitan disfrutar de la ciudad de una forma más saludable, fomentar el consumo en las tiendas de barrio, adelantar nuestros horarios al más razonable estándar europeo, de modo que comamos y cenemos antes, que reduzcamos el ruido nocturno en nuestras calles para que la gente pueda dormir sin desquiciarse cada fin de semana. En fin, son muchas las buenas intenciones que se respiran en el ambiente postpandémico, aunque mucho me temo que serán pocas las que lleguen a concretarse. La dificultad estriba en que, en realidad, todas estas cuestiones están íntimamente relacionadas e implican la movilización de demasiada gente. No solo haría falta una predisposición ciudadana en la que estuvieran involucrados todos sus estamentos con una inusitada apertura de miras, sino, y sobre todo, una toma de conciencia política, alejada de partidismos, ideas patrias, intereses localistas y populismo identitario (parece impensable, ¿verdad?), que centrase sus esfuerzos en mejorar la vida de los ciudadanos y no en alimentar sus instintos tribales.

Pero, seamos optimistas, imaginémonos una sociedad civil centrada en progresar en la conquista de derechos, de cultura, de seguridad laboral, de oportunidades para el desarrollo de iniciativas propias, de tiempo para vivir la vida y disfrutar de la familia y los amigos. En fin, una sociedad capaz de dejar atrás el sentimentalismo barato y la brutalidad patriótica, volcada en formar ciudadanos con inquietudes científicas, intelectuales, filosóficas, y no borregos adictos a la consigna, al ruido, al enfrentamiento contra fantasmas ideológicos, al dinero fácil y al tonto el último. Un país donde una científica no sea una pringada; un lector o un melómano, un cultureta; un actor o una escritora, unos muertos de hambre. Lo sé, nadie dijo que ser optimista fuese fácil. El pesimismo es más llevadero, menos frustrante, más realista.

No obstante, ahora llega el verano (en San Juan, al fin, dejó de llover) y se van las mascarillas. Podremos volver a mirarnos a la cara fijamente y, quizá, decidir de una vez por todas qué queremos hacer con nuestras vidas. Ya toca cerrar los paraguas. Nos vemos en septiembre.

*Escritor