Muchos de ustedes sabrán, bien porque vieron representada gráficamente la balanza con el corazón y la pluma, bien porque lo recuerdan de sus lecturas, que en la mitología del Antiguo Egipto los fallecidos eran sometidos al llamado juicio de Osiris. En esencia, se trataba de una especie de “juicio final” que consistía en que, con el fin de determinar el destino de una persona recientemente fallecida, tenía lugar un acto de pesaje que se efectuaba en una balanza. En uno de sus platillos, se depositaba el corazón y en el otro la pluma de Maat. Si el corazón, que representaba la conciencia y moralidad del muerto, pesaba menos que la pluma, que simbolizaba la Verdad y la Justicia Universales, la sentencia era favorable y la fuerza vital del enjuiciado podía existir eternamente. Por el contrario, si lo que más pesaba era el corazón, el veredicto era negativo, y entonces el finado era arrojado al devorador de muertos, un ser con cabeza de cocodrilo, patas traseras de hipopótamo y torso, patas delanteras y melena de León, que acababa con él.

Como en casi todas las civilizaciones, este “juicio final” de la mitología egipcia pone de manifiesto, entre otras muchas cosas, que, desde hace miles de años, el paso del ser humano por este mundo, lejos de carecer de consecuencias, desemboca en un juicio de probidad ante una “deidad”, que determina el destino de cada uno en función de cómo haya sido su comportamiento a lo largo de la vida.

Actualmente, vivimos en una época muy realista, en la que no hay mucho espacio para las idealizaciones y, en consecuencia, todo hace pensar en que también los mitos han sido arrumbados a reductos ocupados por los trastos inútiles por su supuesta falta de practicidad inmediata. A mí, en cambio, me siguen interesando los “mitos”, en la medida en que son narraciones debidas a la fantasía, tienen carácter atemporal y son protagonizadas por personajes de carácter divino o heroico, que habitan en el mundo de nuestras ideas y, por tanto, más allá de que sean reales o no, nos ayudan a construir nuestro propio pensamiento. En concreto, el mito egipcio del pesaje en el acto del juicio final me permite preguntarme, cosa que me parece interesante y, en consecuencia, suficiente para plantearla, sobre qué sucedería si hubiera hoy un juicio final con el correspondiente acto de pesaje en la balanza.

Pienso, en primer lugar, que no sería fácil encontrar a alguien que pudiera hacer las veces de Osiris. Porque si dejamos al margen las deidades mitológicas, ¿a quién le encargaríamos hoy decidir ese juicio final? Tendría que ser lógicamente a un hombre. De ser este el caso, el problema no sería el juicio, porque no parece demasiado complicado. En efecto, si el mito descarta la igualdad de peso entre el corazón y la pluma, porque siempre ha de pesar más uno de los dos objetos ponderados, la función del juzgador consistiría tan solo en declarar hacia qué lado se inclinó la balanza. La dificultad estaría entonces en la persona del juez y, fundamentalmente, en asegurar su imparcialidad.

Podría pensarse que una manera de alcanzar la imprescindible imparcialidad sería encargar el juicio a “hombres justos”. Y por aquí empezarían los problemas porque hoy en día hay muchos “Diógenes de Sinope” buscando infructuosamente con su lámpara hombres justos. Pero no es que no los haya, es que en los tiempos actuales existe una enorme dificultad para que el hombre justo elegido pueda emitir libremente el sencillo parecer de hacia qué lado de la balanza se inclina el platillo. Esa dificultad tiene que ver con la determinante influencia que tiene la política como arma concentradora del poder y “enturbiadora” de las relaciones humanas. Lo que quiere decirse es que no podría descartarse que la política acabe por inmiscuirse eficazmente en la decisión de los sustitutos de Osiris, que, al ser humanos y no divinos, podrían algunos de ellos ser sensibles a todo tipo de influencias.

¿Y qué decir de los objetos a pesar? En nuestros días, sigue sin haber mejores parámetros que la Verdad y la Justicia (aunque con las fake y la politización el deterioro de ambas es importante) para decidir si la fuerza vital del protagonista de su juicio final merece o no la vida eterna; y a esto se añade que ambos valores podrían seguir siendo simbolizados por la pluma de Maat, este objeto podría ocupar su platillo como uno de los objetos del pesaje.

El problema podría surgir respecto del corazón. Pero no porque este órgano no pueda seguir simbolizando la conciencia y la moralidad del individuo, sino porque en la sociedad de consumo, y nunca antes en idéntica medida, el corazón se ha convertido en algo más que el cubículo que alberga nuestras conciencia y moralidad. A poco que se reflexione, deberá admitirse que el corazón del hombre, más que en cualquier otra cosa, se ha convertido en una gran hucha: una especie de alcancía ideal que cada vez más personas llevan en el pecho repletas de todo el dinero, generalmente sucio, que han acumulado a lo largo de sus vidas.

En muchos corazones del hombre moderno, la conciencia y la moralidad apenas ocupan espacio. Han sido paulatinamente desplazadas por el dinero que es el instrumento humano en el que se concentra el poder. Ya lo escribió nuestro inmortal Quevedo: “Madre, yo al oro me humillo,/él es mi amante y mi amado,/pues de puro enamorado/de continuo ando amarillo./Que pues doblón o sencillo/hace todo cuanto quiero,/ poderoso caballero/es don Dinero.”

Pues bien, creo no equivocarme si digo que aquellos que han convertido su corazón en una hucha rebosante de monedas tendrán prácticamente imposible conseguir que en su mitológico juicio final la pluma de Maat pese más que sus corazones-hucha. ¿Serían entonces condenados? Tal vez. Pero está todo hoy tan confuso que no es fácil responder.