La distribución de los recursos públicos parte de una ecuación irresoluble: todas las comunidades quieren ampliar su trozo de la tarta. De donde hay poco no se puede sacar sin que unas pierdan para que otras ganen o sin que el Estado ceda nuevos tributos, viendo reducidas así las partidas para cumplir con su papel redistribuidor de riqueza, lo que también deja perdedores entre los territorios. España necesita articular un modelo de financiación estable y justo, sin la complejidad ni los recovecos del actual. Resuenan tambores para cambiarlo en un contexto delicado, con las heridas de la Gran Recesión aún supurando, las de la Gran Reclusión en carne viva, el déficit y la deuda en niveles sin precedentes y la intención de desinflamar al independentismo con millones. No es momento de mirar para otra parte.

Constituye una falsedad que Galicia resulte favorecida por el vigente sistema de financiación. En esta nación de plañideros, tan dada a magnificar agravios para conquistar prebendas, no es victimismo afirmarlo sino una evidencia constatable con números en la mano, sin necesidad de retorcer torticeramente las balanzas fiscales. Galicia cayó del noveno al undécimo puesto en el reparto, según los datos de 2017 de la liquidación del modelo, aunque en términos absolutos sea la quinta que más percepciones recibe. La despoblación, la dispersión y el envejecimiento demográfico le impacta sobremanera con el consiguiente sobrecoste de los servicios. El sistema presenta deficiencias que nos perjudican y las desigualdades entre territorios siguen en aumento.

La Fundación de Estudios de Economía Aplicada (Fedea) atribuye el descenso de las autonomías del Noroeste “al caprichoso comportamiento del indicador de ingresos tributarios estatales que determina la evolución de algunos agregados importantes del sistema de financiación”. El retraimiento de la inversión, en los territorios con menos jóvenes y menor proyección demográfica, agrava los males. Son amenazas que no se pueden ignorar y sobre las que urge actuar para revertirlas de raíz pero en las que seguimos inmersos sin hacerles frente con determinación y eficacia.

A diferencia de lo ocurrido con la caída a plomo en la Gran Recesión tras el estallido de la burbuja inmobiliaria, la inyección de ayudas en la Gran Reclusión por la pandemia compensó a corto plazo la merma en las rentas. A costa, eso sí, de disparar el déficit en un contexto de deuda ya de por sí desbocada. Lo cual tampoco soluciona el problema, solo dilata sus efectos. Los desequilibrios habrá que corregirlos en algún momento para evitar la quiebra, y la montaña de préstamos, devolverla con intereses a los fiadores. Los bolsillos del contribuyente, como siempre, sufrirán.

La Xunta viene de acusar esta misma semana al Gobierno central de un reparto discriminatorio de los fondos de recuperación. Según sus cálculos, la comunidad dejará de recibir 828 millones que le corresponderían, de acuerdo con el sistema de financiación autonómica, del conjunto de fondos repartidos para superar la crisis del covid. Tan solo recibió el 5,2% del total cuando, por sus cuentas, de acuerdo al modelo de financiación debería ser el 6,2%. Más allá, estima que si a estos fondos territorializados se suman los que se reserva el Gobierno para gestionar de forma directa, Galicia solo recibiría el 2% del total. La batalla por la financiación está servida y falta por ver cómo quedará el modelo que venga. Nuestra comunidad se juega un sistema justo y claro, sin pactos bajo la mesa, del que con el escaso dinamismo actual y el elevado grado de subordinación a las prestaciones sociales, van a depender absolutamente sus cuentas y su Estado de bienestar durante los próximos años.

Ante cientos de empresarios, el consejero de Economía de la Generalitat proclamó con dureza esta semana que los catalanes están sometidos a “un mecanismo perverso, casi de vasallaje respecto a España, debido al sistema de financiación”. En paralelo, el PSC de Iceta acaba de proponer una “reforma federal” del modelo, sin detallar lo que federal significa salvo que debe primar a su comunidad, a Baleares —una de las autonomías ya ahora mismo más favorecidas—, y a Valencia —precisamente de las que menos—. Así empezó otro invento para reivindicar regalías, el del “federalismo asimétrico”, que contribuyó a engordar la bola. Ya vemos en lo que degeneró.

Y, en fin, la estrategia del Gobierno central para reencontrarse con Cataluña pasa al parecer por recrecer las inversiones estatales y desviar hacia allí una parte exclusiva de los fondos de la UE. Aquí la ministra Maroto dejó advertido hace poco que bajo ningún concepto habría una subasta territorial del maná europeo. Otra receta especial como la vasca para privilegiar a una parte del país, aparte de consolidar para siempre ciudadanos de primera y de segunda, empobrecerá al resto de las regiones. Existe coincidencia entre los expertos: el cupo es un escándalo. No por ilegal, nunca lo fue. Sí por abusivo y sesgado. Con fórmulas ininteligibles y maniobras en la oscuridad, los regímenes forales aplican la ley del embudo con el beneplácito de los sucesivos ejecutivos nacionales. Reciben lo máximo, aportan lo mínimo.

¿Qué se busca ahora con una reforma del modelo de financiación y hasta dónde la dirigencia piensa llegar en las cesiones para satisfacer a las tribus que se sientan oprimidas? Una incógnita inquietante a tenor de los precedentes. Dado el poco eco que alcanzan en La Moncloa las peticiones gallegas y la facilidad en el actual momento político para saltarse los límites a conveniencia en función de las urgencias parlamentarias o electorales conviene mantener alta la guardia. Porque Galicia pondrá en riesgo en este envite nada más y nada menos que su estado del bienestar y sus posibilidades de frenar la decadencia.