En la ciudad donde nací, un grupo de jóvenes (“turba” les llaman en algunos medios para resaltar su carácter violento) agredió de madrugada a otro hombre de aproximadamente la misma edad. La lluvia de golpes que recibió el agredido en un corto espacio de tiempo fue de tal intensidad que le provocó la muerte sin dar tiempo a que los servicios sanitarios y los agentes de orden público le prestaran ayuda. La brutalidad del ataque y, en principio, su aparente falta de motivación, conmovieron a la opinión pública de la ciudad y del resto de España y hubo concentraciones en la calle para manifestar solidaridad con su familia y compañeros de trabajo en la residencia de mayores donde desempeñaba funciones de auxiliar de clínica. En el momento en que escribo este comentario, ya se han producido varias detenciones, pero queda pendiente de esclarecimiento la causa del crimen. En un primer momento, una compañera de la víctima dijo haber oído llamarle “maricón de mierda” a uno de los agresores, lo que nos llevaría a calificar el episodio como delito de odio. Pero tampoco eso está claro, al trascender que en medios policiales se daba por seguro que la víctima y sus agresores ni se conocían ni habían coincidido previamente antes del ataque. Últimamente, hemos conocido varios casos de violencia extrema protagonizados por grupos de jóvenes que se llaman a sí mismos “manada”, quizás para resaltar su condición de animales irracionales. A la población en general y a las autoridades locales no les ha gustado nada que a partir de ahora se asocie el nombre de la ciudad con el luctuoso suceso y resaltan que el índice de criminalidad es de los más bajos de la nación. Concretamente, en la calle donde se produjo la agresión yo no recuerdo nada parecido. Hace muchos años, un periodista fue asesinado a tiros en la escalera del periódico El Ideal Gallego y se atribuyó la autoría a la guerrilla antifranquista. Por lo que he visto en los medios, la muerte a golpes de Samuel Luiz se produjo muy cerca de la que fue vivienda de mis padres frente al mar bravo de Riazor hasta que nos trasladamos a Virrey Osorio. En la ciudad de entonces también se acosaba a los homosexuales y se les tiraban piedras a los que se sospechaba de padecer esa inclinación. La intolerancia era la norma general y ni siquiera la buena posición social ponía a cubierto del oprobio. Uno de los personajes más ricos de la ciudad fue sorprendido en una juerga junto con otros de la misma cuerda y la policía le obligó a hacerse una foto con los rulos puestos en la cabeza al cumplir los trámites de la detención. Tirar piedras e insultar a los disidentes de la moral impuesta por la dictadura era moneda corriente. De vez en cuando, al salir de clase por la tarde, los escolares se concentraban en los lugares de reunión de los protestantes y se les abucheaba. No tengo memoria de que a Lutero se le acusase de homosexualidad, pero no estaba bien visto que se hubiera rebelado contra el Papa de Roma ni liado con una monja exclaustrada.