Hoy toca reír tras tantos minutos serios, trágicos a veces, normales por no decir indiferentes en lo que a sentimentalismos se refiere. Vamos a la puesta en escena: primeros de julio, restaurante habitual; somos dos comensales que sumando edades nos metemos en los 160; optamos por el menú de la casa; coincidimos en los platos, no en las bebidas: uno elige jarrita de vino y el otro, botellín de agua natural; tampoco concordamos en los postres: flan contra tarta helada, ni en los cafés: uno solo y el otro descafeinado. Finalizado todo, se acerca la camarera, la rubita con cola da caballo, y nos requiere con un desenfadado: ¿Habéis acabado chicos? Primero fue una sonrisa por el desparpajo de la moza, luego una risa franca porque nadie nos rebajaría las edades como para llamarnos chicos. Entendimos que no era un piropo, a la vista de calvicies propias de nuestros años, ni un recurso facilón para ganarse una buena propina, que allí no se prodigan. Lo acabamos considerando un elogio a la edad de dos caballeros que habían ido al restaurante. Pero ahora caigo en que nos llamó chicos, y no chicas, ni chiques: usó únicamente el género masculino. ¡Cómo se entere del sucedido la ministra Montero le monta un pollo a nuestra cordial camarera! Por eso no desvelo el restaurante ni la localidad.