Tengo el placer de volver a saludarles en esta antesala del día grande de Galicia. Tengan buen día. Últimas jornadas del mes de julio, la vida sigue y aquí estamos de nuevo, con unas líneas para desgranar, compartir y, a partir de ahí, hacer de la suma de pareceres, el suyo, el mío y el de los demás, un nuevo ejercicio de empatía, mejora y aprendizaje.

Días de estío, pues, que siguen marcados por la tendencia imparable de subida en el número de contagiados por el SARS-CoV-2, en una clara quinta ola que, por lo que se ve, no es suficiente evidencia para que muchos de nuestros convecinos y convecinas moderen su socialización y opten por unos modos y maneras más compatibles con la contención del patógeno. Días menos luctuosos, en cualquier caso, por la probada eficacia de las vacunas y por la concentración de los nuevos positivos, sobre todo, en segmentos de población con menor edad, que en cualquier caso responden estadísticamente mejor a los embates de la enfermedad. Pero estadísticamente, oigan, lo cual no implica que, caso a caso, estemos viendo personas de bastante menos de cuarenta años en las unidades de cuidados intensivos y a algunas de ellas, no les quepa la menor duda, siendo involuntarias protagonistas de duelo en los tanatorios.

Así las cosas, lo nuevo de los poderes públicos —a diferentes niveles territoriales— es instar a la autorregulación, visto que se están produciendo tres situaciones en las que la imposición efectiva de determinadas restricciones, absolutamente necesarias, no se acaba de concretar. En primer lugar, cuando no disponen de elementos —jurídicos, operativos, de verificación…— para aplicar con determinación tales medidas, en el segundo cuando directamente son reacias a hacerlo —por impopulares, por estrategia…— o, en el tercero, aun cuando aventurándose en tal camino sus disposiciones son tumbadas, con diferentes criterios en los territorios, por la justicia.

En realidad les diré que esa senda de la autorregulación es, para mí, siempre la ideal. Como he escrito más veces aquí, me encantaría vivir en una sociedad autorregulada. Sí, en un país donde —por ejemplo— no hiciesen falta radares de velocidad para asegurar que se circula de forma compatible con la vía y las circunstancias, donde pudieses tomar tu periódico del montón y dejar a la vista, en la calle, el dinero para pagarlo. Donde pagar los impuestos no estuviese aderezado de mil triquiñuelas que a uno le proponen cuando contrata un servicio, y rechaza. O en un país donde la cultura del envoltorio no estuviese tan omnipresente, y las cosas fueran absolutamente reales y diáfanas. Si todos y todas nos autorregulásemos en nuestros actos, no cabe duda de que la convivencia sería mejor. Y, en el caso de la COVID-19, accidentes aparte, el escenario hubiera sido muy diferente al de sucesivas olas recurrentes compartimentadas entre períodos de grandes limitaciones obligadas. Sí, con autorregulación sería mucho más fácil. Y yo viviría más feliz…

Pero, a partir de ahí, sabemos que todo es una entelequia. ¿Cómo va a autorregularse una sociedad donde una buena parte de la población hace, literalmente, lo que le da la gana? Un país donde las familias mandan a emborracharse a Mallorca a niños en plena crisis sanitaria aguda. Un país donde el único imbécil que circula a noventa kilómetros por hora en los túneles donde así viene exigido soy yo, y donde te miran mal por obedecer al ingeniero que decidió que en una determinada recta, aparentemente sencilla, no has de pasar de cincuenta. Una sociedad en la que si dices que pagas impuestos con gusto porque crees en unas transferencias sociales inclusivas y universales, se ríen de ti. Y un país donde el mérito se supedita al pedigrí, la Administración pública es la que más vulnera su exagerado nivel de normativa y donde la corrupción desde las instituciones del Estado y la política ha sido noticia día sí y día también, de la mano de individuos cegados por la codicia y la falta de ética, cuando menos, a los que algunos siguen alabando.

No, queridos y queridas. Ya no creo que sea posible que en este país se pueda hablar de autorregulación, con el foco más allá de una parte de la población, pequeña, permeable a ella. Pero estos ya nos hemos autorregulado hace tiempo. Hemos frenado en seco nuestras vidas, apostando por el bien común, no queriendo contagiarnos, ¡por supuesto!, pero tampoco contagiar a los demás, saturar la maltrecha sanidad pública y siendo vectores de la pandemia. Nosotros ya estamos autorregulados, y así seguiremos. Pero muchos jamás lo harán, y si aún con normas y con restricciones vamos ya por la quinta ola, a un nivel descomunal, imagínense lo que quedará si nos dicen que nos autorregulemos. La jungla, sin paliativos, jaleada por comunicadores —el otro día en una tertulia de primer nivel en la radio, por ejemplo— que niegan la eficacia de los métodos de barrera en los contagios, o que abogan por un estilo “Bolsonaro” que no deja de ser un poco camuflado “sálvese quien pueda”.

¿No nos ha llegado todo el sufrimiento que hemos visto, por ejemplo, en una generación entera que ha sido masacrada por la pandemia, muchas veces en completa soledad y sin los medios de atención oportunos? No, claro que no. Esta es la sociedad de la nula empatía, en la que algunos quieren ahora impulsar una autorregulación que fracasará desde el primer minuto. Y es que gobernar, aunque no guste, también tiene estos mimbres. Medidas claras —las mínimas necesarias, siempre basadas en la evidencia científica y sin complejos para ponerlas en práctica— pocos bandazos, y muchos medios para controlar que, lo que es norma, se cumpla. Todo lo que se salga de esa receta está, como llevamos cinco olas viendo, condenado al fracaso. No les cuento yo una autorregulación que, por definición, solamente será asumida por los que, desde el principio, la llevamos en nuestro ADN…