La explosión de la quinta ola de la pandemia y su especial incidencia entre los jóvenes, con unas cifras de contagios nunca antes vistas, ha vuelto a poner a este colectivo en el centro de las críticas. Ya sucedió el pasado verano, cuando la proliferación de rebrotes que acabarían confluyendo en la segunda ola llevó también a caricaturizarles como los irresponsables causantes de la expansión de la enfermedad. Es erróneo considerar a los jóvenes, sin matices y tomados como un colectivo homogéneo, como los culpables de los rebrotes del COVID-19. Las administraciones decidieron dejarles los últimos de la fila en el calendario de vacunación. La tentación de buscar alguien a quien endosar el casi monopolio de la culpa, en un problema complejo y con muchas variables, es simplista además de equivocado.

El avance imparable de la quinta ola del COVID-19, con hasta 1.500 positivos al día y una tasa de positividad que escala al 14% –la más alta desde que comenzó la pandemia–, ha obligado a la Xunta a tomar medidas urgentes para contener su evolución. Entre ellas, el adelanto en dos semanas del comienzo de la vacunación a la población veinteañera y, en un giro inesperado, la apertura sin avisar de la autocita para hacer lo propio con el colectivo de 16 a 19 años, grupo en el que la incidencia de contagios supera los 1.200 casos por 100.000 habitantes. Un cambio de planes ante el incremento vertiginoso de infectados en estas franjas de edad, pues hasta ahora Galicia –la segunda comunidad con mayor porcentaje de población inmunizada con la pauta completa– era una de las pocas que no permitía esta posibilidad.

En las últimas semanas, el 80% de los nuevos casos se han producido en personas jóvenes. Un riesgo no solo para estas generaciones –ya que aunque por su juventud y fortaleza los daños para ellos sean menores, también hay pacientes en cuidados intensivos– sino para sus padres, abuelos y entorno cercano que ya está vacunado, puesto que la eficacia de las vacunas no es total. De hecho, ya se han contabilizado ingresados con las dos dosis recibidas que han fallecido. Queda evidenciado que la pandemia no ha cedido, aunque sus efectos no son tan graves como en olas anteriores. Es cierto que la presión hospitalaria y de las UCI, pese a su escalada, no tiene nada que ver con los peores niveles de hace meses, y que la mortalidad se ha mantenido en cifras bajas, pero también lo es que los centros de asistencia primaria afrontan una preocupante sobrecarga y que la tendencia es realmente inquietante.

Los datos de contagios entre los jóvenes no pueden analizarse sin tener en cuenta otros datos. Por ejemplo, como decimos, que la decisión de organizar la vacunación por colectivos de riesgo les dejó a ellos para el final por una injusta marginación de la que no son responsables. Como tampoco lo son de que el ritmo de vacunación haya decaído por la llegada de menos viales, un desabastecimiento del que la Xunta ha acusado esta semana al Gobierno. De hecho, el propio Feijóo les ha pedido disculpas públicas por esa “discriminación injustificable” a la hora de vacunarles.

Parece que a la hora de tratar a nuestros jóvenes no hay punto medio: o se les señala como los culpables de todos los males o se les disculpa cualquier acción y actitud. Para que centenares de jóvenes fueran de viaje de fin de curso a Mallorca en un ejercicio de turismo de botellón hicieron falta empresas que proporcionaran los servicios y padres que dieran su autorización e, incluso, financiaran el viaje. Todo con la anuencia de las administraciones. Una vez allí, mucho de esos jóvenes mostraron escaso sentido del civismo y nula responsabilidad. A su vez, algunos de sus padres no demostraron mucha más. Las responsabilidades, pues, están repartidas.

Hay una tendencia paternalista a disculpar actitudes irresponsables de los jóvenes con argumentos de que su colectivo lo ha pasado mal con las restricciones (¿quién no?) y que es comprensible que, con la llegada del verano, sientan el irrefrenable impulso de socializar. Por otro lado, la generalización no solo es injusta, sino contraproducente, ya que dificulta el mensaje de que la epidemia no ha terminado y que es urgente no bajar la guardia. Mensaje, por cierto, que es muy difícil de entender ante el cúmulo de medidas contradictorias no solo por parte de los jóvenes, sino por toda la sociedad.

Ser joven no exime a nadie de la obligación de ejercer la responsabilidad individual ante la pandemia. Los jóvenes, por el mero hecho de serlo, tampoco deben ser ajenos a la solidaridad colectiva que desde todas las instituciones se pide para contener la enfermedad. Pero sí se trata de un colectivo que no se siente tan amenazado como otros por la gravedad de la enfermedad y con el que es necesario afinar en los mensajes y en la pedagogía, más necesaria que nunca después de un año y medio de epidemia, por mucho que avance la vacunación. De hecho, nada más enterarse de las primeras convocatorias para vacunarse en Galicia han agotado en apenas unas horas las citas disponibles.

Como en cualquier franja de edad, hay jóvenes de todo tipo: cívicos e irresponsables, respetuosos e insolidarios. Las generalizaciones no solo no conducen a ningún lado, sino que son contraproducentes ante el objetivo común de frenar la pandemia y erradicarla. Ni la demonización ni el paternalismo son herramientas epidemiológicas útiles.