Nueva cita, en la que volvemos a coincidir en este punto concreto del cono de nuestro particular espacio-tiempo. ¿Qué tal andan? ¿Bien? Pues eso no es poco. Déjenme que les desee un buen verano, que siempre viene bien en estos tiempos complejos. Ojalá todo vaya fenomenal para ustedes, y que este 7 de agosto sea el punto de partida para momentos verdaderamente especiales.

Yo les confesaré que llevo mal, en general, los meses de agosto, que nunca son mis favoritos del año. Ya les he contado en innumerables ocasiones que soy mucho más de frío, que prácticamente no siento, que de calor. Y que me muevo mal en lo abigarrado de las multitudes. Soy un apasionado de las personas pero, precisamente creo que por eso, me gustan en pequeñas dosis. Me gusta hablar con los otros, y me abruman los lugares abarrotados. Por eso agosto no es mi mejor época del año, debido a cómo se ponen de visitantes nuestras villas y ciudades, y por el calor. Aunque en este último tema este año voy sobradamente servido: fresquito, lluvias y algunos rayos de sol servidos con cuentagotas. Sí, en lo que va de verano soy muy feliz en lo tocante a lo meteorológico... Lo siento si no es su idea de un verano genial, pero precisamente en eso de la diversidad y la pluralidad está la riqueza.

Estaba recordando ahora qué había hecho yo en estas fechas en años anteriores, y me llamó la atención —en particular— lo acaecido allá por 1998. Ya llovió, o no tanto, desde aquel 7 de agosto, pero sigo estremeciéndome al recordarlo. ¿Qué hacían ustedes ese día, hace veintitrés años? Yo nunca lo olvidaré.

En aquel momento había empezado hacía menos de un año mi aventura vital con Intermón, luego Intermón Oxfam y hoy Oxfam Intermón. Con otros dos compañeros, habíamos aterrizado pocos días antes en Dar es Salaam procedentes de Nairobi. En el aeropuerto nos había recogido la representante de la organización en el país y, en esas jornadas inmediatamente posteriores tuvimos oportunidad de conocer a muchas personas de organizaciones que trabajaban con nosotros, como antesala a un recorrido profundo mucho más apegado al territorio y sus habitantes. El plan era simple, bajar de la teoría y los despachos a comprender la realidad de cómo se vivía en aquellas comunidades a las que la organización apoyaba, cuáles eran sus verdaderos retos y cómo se articulaban las herramientas para incidir positivamente en la vida de las personas. A mí me faltaba, claramente, profundizar sobre esa visión. Y aquella estancia en Tanzania era un verdadero lujo, en clave de aprendizaje. Más tarde vendrían otras muchas oportunidades. Pero aquella, de alguna manera, era la primera. Era feliz.

Jesús, un navarro de los Padres Blancos, iba al volante de un todo terreno, en la zona de las embajadas de Dar es Salaam. Aunque la capital de Tanzania ya era oficialmente Dodoma desde 1974, lugar en el que yo pasaría luego mucho más tiempo, tanto las representaciones de otros países como la mayoría de las oficinas del Gobierno no se habían movido de Dar. Dodoma, aunque imagino que habrá cambiado mucho en estos años, era poco más que un cruce de caminos polvoriento, en el centro del país. Sin infraestructuras, y con un aeropuerto donde alguien salía batiendo palmas desde una caseta para que los chavales que jugaban al fútbol se apartasen de la pista de tierra donde aterrizaban las avionetas de MAF. Nada que ver con Dar. Jesús nos explicaba cosas de la ciudad mientras nos dirigíamos a conocer los centros educativos que ellos habían puesto en marcha.

Acabábamos de pasar por la embajada estadounidense y ahora circulábamos a la altura de la legación francesa, solamente un poquito más allá. En ese momento un colosal estruendo lo invadió todo, nuestro coche se desplazó verticalmente y, después de la conmoción de la onda expansiva, vimos a un repartidor de periódicos tirado en la carretera mientras los diarios volaban en todas direcciones. Lo primero que se me vino a la cabeza, aturdido, fue afearle a Jesús su estilo de conducción y su impacto con el ciclista. Pero alguien del coche se giró, y nos tocó el brazo medio mudo. Miramos para atrás, y vimos un gigantesco hongo negro allí al lado, saliendo del lugar donde antes estaba, impoluta, la embajada de Estados Unidos. Sí, era 7 de agosto y ese día tuvo lugar el atentado tanto en Nairobi como en Dar es Salaam, contra las embajadas de ese país en Kenia y Tanzania. En la primera, muy cerca de la cual había estado días antes, fallecieron más de doscientas personas, resultando heridas de diversa consideración unas cinco mil. En la segunda, más pequeña y con menos personal, el impacto fue menor. En los dos casos se habían adosado bombas a los camiones cisterna que entraban en los fuertemente blindados recintos, para abastecer a sus vehículos de combustible.

Aquel día el devenir del mundo dio una vuelta de tuerca. Empezó a hablarse en los tabloides de Al-Qaeda. Osama Bin Laden fue incluido en las listas estadounidenses sobre terrorismo internacional. Fue el pródromo de un nuevo orden —o desorden— mundial. Y no pasarían muchos días hasta la operación Alcance Infinito. Ya saben todo lo que pasó luego, que extendió sus tentáculos hacia posteriores acontecimientos también luctuosos, también en España. Terrible. Y, miren por dónde, ese día pudo haberse apagado nuestra mirada. Si hubiésemos demorado solamente un poco el paso, quizá, las cosas hubieran sido de otra guisa. Y es que uno nunca sabe exactamente cuál es el devenir de su propia vida. De su cono espacio-temporal. De ese que tanto me alegra, a día de hoy, poder compartir con ustedes. Qué lujo. Muchas gracias. Sigan ustedes bien. Ojalá que por muchos años. Al menos otros veintitrés...