La crisis financiera de 2008 que asoló la economía mundial, pero con especial virulencia a un puñado de países, entre ellos España, fue una pesadilla. Las autoridades monetarias y las naciones más poderosas decidieron que una asfixiante austeridad y unos recortes draconianos en el gasto era la medicina adecuada que debían adoptar aquellos estados cuya situación fuese más frágil. Incluso se llegaron a rescatar y a tutelar sus cuentas, con los malhadados hombres de negro llevando las riendas de los países, que tuvieron que ceder gran parte de su independencia presupuestaria. Los efectos de aquella estrategia son por todos conocidos: pobreza y desigualdad. Un descomunal estropicio que dejó a cientos de miles de personas en nuestro país en la cuneta. Al borde del abismo.

Apenas recuperados de aquel mazazo, la crisis del COVID, con todo su formidable impacto social, sanitario, económico... ha vuelto a poner a las economías del mundo, especialmente las más endebles, contra las cuerdas. Sin embargo, la Unión Europea, se ve que con la lección aprendida, ha decidido combatir esta situación excepcional con herramientas bien distintas: ayudas y fondos hasta ahora desconocidos. El objetivo: que el manguerazo de cientos de miles de millones de euros contribuya a poner otra vez los cimientos de una sociedad del bienestar, próspera y con un futuro despejado. El concepto de solidaridad, uno de los pilares sobre los que debe sostenerse el proyecto europeo para ser viable y creíble, por fin salía del baúl de los deseos.

Su apuesta inédita fue acogida con un aplauso general. La inmensa mayoría de los gobiernos y partidos, con independencia de la ideología que profesasen —desde los más neoliberales o los más estatalistas— convinieron en que era ese y no otro era la senda correcta. En ese reparto elefantiásico a España le correspondería la friolera de 140.000 millones, la mitad a fondo perdido, sin necesidad de devolución; el resto sería un préstamo en condiciones más que favorables.

El oxígeno europeo debería permitir salir a la economía española de la UCI. El propósito no era tanto curar heridas, sino darle una nueva vida al paciente, es decir, los fondos tendrían que contribuir a la modernización de una economía que reclamaba a gritos una puesta a punto. Los miles de millones no son un regalo, un gesto gracioso y filantrópico, para que el país siguiese haciendo lo mismo, sino para transformar y revolucionar un tejido productivo que en determinados sectores huele a naftalina.

El horizonte parecía despejado... pero no. Cuando el mayor obstáculo quedaba salvado, el problema nos lo estamos encontrando en nuestra propia casa. Porque, una vez más, y ya van demasiadas, nuestros gobernantes y administradores están dando otro lamentable espectáculo a cuenta del reparto del dinero. Ni siquiera en situaciones excepcionales están sabiendo estar a la altura de una sociedad que los últimos 15 meses ha dado ejemplares muestras de compromiso, solidaridad, generosidad, entrega, empezando por nuestros sanitarios, pero no solo ellos.

Desde el minuto uno, apenas se sabía el montante de la ayuda europea, saltaron las voces de alarma sobre quién y cómo se distribuirían los fondos. Cuáles serían los criterios. El temor a que el reparto respondiese a intereses políticos del Gobierno para fijar y reforzar sus alianzas parlamentarias —nacionalistas vascos e independentistas catalanes, mayormente— que le sostienen en el poder y que le han permitido, por ejemplo, aprobar los presupuestos se ha convertido en un clamor, sobre todo entre aquellas autonomías gestionadas por el Partido Popular.

Desde entonces hasta hoy, cuando la ministra de Hacienda ya ha anunciado la preasignación de más de 7.200 de los 19.000 millones de los fondos Next Generation que recibirán este año las regiones, las críticas no han dejado de subir en decibelios. Reparto a la carta, discrecionalidad, nula voluntad de diálogo y consenso, atentado contra la cohesión territorial, falta de transparencia... son algunas de las reprobaciones que los barones populares están haciendo a la gestión del Ejecutivo español. Madrid, Murcia, Castilla y León, Andalucía y también Galicia han elevado su voz para exigir transparencia, equidad, objetividad en la distribución y cogobernanza en la toma de decisiones.

Curiosamente, o no tanto, las mismas exigencias que la Xunta plantea a Madrid son las que los municipios suelen hacer cada año al Gobierno gallego cuando aprueba sus presupuestos: equidad, reparto proporcional, saldar deudas históricas, huir de la visión partidista en la distribución de las inversiones y participación en las decisiones. Y la réplica de la Xunta a estas demandas es siempre la misma: necesidad de compartir un proyecto de país y una visión general y escapar de los enfoques localistas.

Las comunidades reclaman, además, celeridad en la adjudicación y claridad en cómo se debe gestionar ese maná europeo para no perderlo. Porque Hacienda ya les ha advertido que aquel dinero que no se ejecute en plazo y forma será repescado y entregado a otras comunidades más eficientes.

Las autonomías socialistas, tampoco se han mostrado eufóricas y han manifestado sotto voce, su preocupación ante un proceso impulsado desde La Moncloa que levanta suspicacias y que, por si fuera poco, puede estar sometido a una maraña burocrática que lastraría su aplicación.

El Gobierno niega la mayor, intenta rebajar el grado de la polémica y expone su perplejidad ante el aluvión de críticas. Asegura que los criterios —que varían en función de cada ámbito— se están pactando entre los diferentes ministerios y las consejerías. Y llama a las autonomías a tener altura de miras, a remar juntos, a pensar en el país y a renunciar a sus intereses territoriales, por supuestamente egoístas. Valores que, a fuerza de estar tan manoseados, son hoy poco más que lugares comunes que se emplean a título de inventario y en función de la posición de poder que tenga cada partido.

Es cierto que el chaparrón de millones europeo es demasiado goloso para que el Ejecutivo pierda una oportunidad única para sacar tajada política y reforzar su inestable posición, sobre todo cuando las encuestas ya vaticinan que el bloque de la derecha se impondría en unas eventuales elecciones generales, cuya anticipación, por mucho que el presidente Pedro Sánchez lo niegue, no está en absoluto descartada. La decisión, al margen de los fondos, de conceder a la Generalitat catalana más de 1.700 millones para la ampliación del aeropuerto de El Prat o las nuevas competencias pactadas, incluso otorgadas, al País Vasco y Cataluña apuntan claramente en esa lamentable dirección.

Pero también lo es que las comunidades están jugando al mismo juego, aprovechando para sembrar todas las dudas posibles sobre el control y administración del dinero. Y buscar un rédito político que afiance sus posiciones y desgaste el adversario con la vista en el asalto al poder.

En esta partida de ajedrez político no hay inocentes, aunque sí puede haber muchas víctimas: los ciudadanos y las decenas de miles de empresas, que verían estragadas las formidables expectativas creadas con el impacto de esa inyección de fondos. Si se cumpliese este agorero pronóstico, todo se quedaría, una vez más, en lo que pudo haber sido y no fue.

Por eso la obligación política, pero también moral, de nuestros gobernantes es arrumbar sus intereses políticos, sus cálculos electorales, sus ambiciones personales o partidarias, y ponerse a gestionar sin mayor dilación los cientos de millones que ya han recibido o recibirán en breve. Sin mirar el carné político de quién gobierna en cada territorio.

Porque sin dejar de ser relevante la cuantía final que tendrá cada gobierno autonómico, lo es también qué se va a hacer con ese ingente dinero. A qué se va a dedicar. Galicia, en particular, tiene flancos alarmantemente descubiertos si aspira a dar un salto de calidad. En sanidad, en política social, en innovación, en internacionalización, en movilidad, en política medioambiental, en formación, en industrialización, en modernización... Demasiadas asignaturas pendientes que exigen su atención.

Sería imperdonable que la lluvia de críticas, muchas con fundamento, al Gobierno español por la forma y el fondo de la distribución sirviese de cortina de humo, de coartada, para tapar carencias propias. Hace bien la Xunta en reclamar más, amparándose en los criterios de equidad y justicia territoriales, pero esa acción no le exime en absoluto de gestionar con diligencia, eficacia y visión estratégica los fondos que ya tiene en sus cajones. Con sentidiño, como le gusta decir al presidente Feijóo. Esa es su responsabilidad única. Los deberes que tiene encima de su mesa son conocidos por todos y reclaman premura y acierto. Pero solo con la queja, por muy justificada que esté, difícilmente se resolverán.