La columna de hoy, amigos y amigas, está dedicada a un tema del que han corrido ya ríos de tinta. Aquí mismo ha estado presente, directa o tangencialmente, en mil ocasiones. Y son infinitas las referencias que podemos encontrar, en las últimas décadas, sobre él. Pero, en cualquier caso, a uno siempre le entra la duda de si todo eso ha servido para algo. Porque, se diga lo que se diga, lo importante es lo que se hace. Y, ante el cambio climático, los hechos con capacidad real de impacto son pocos, vistos con perspectiva global. Y, claro, los resultados son los que son… nefastos.

El sexto informe del IPCC —Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático de Naciones Unidas—, publicado anteayer, no deja lugar a medias tintas: Se consolida el calentamiento global del planeta y este está íntima y directamente relacionado con la actividad humana. Y, de entre los diferentes escenarios previstos en el pasado, en cualquier caso no vamos a ser capaces de evitar una subida de grado y medio de temperatura en el mismo en los próximos años. Eso… o mucho más, ya que los planteamientos más desfavorables nos hablan incluso de llegar a unos cinco grados centígrados. Piensen ustedes que, cuando se diseñaron los instrumentos para abordar este problema, se hablaba de que ya un incremento de dos grados sería un completo desastre. Pues… ahí está lo que tenemos.

Aquellos dos grados implicaban una muy probable agudización de los problemas preexistentes en vastísimas zonas de La Tierra. En particular, el avance en la desertización de África y el sur de Europa —y, particularmente, en España—, por ejemplo, así como una progresión en tal sentido también en Asia, Centroamérica, Caribe e incluso Norteamérica, así como en Australia y otros territorios de Oceanía. Tal aumento sería también muy pernicioso en términos de pérdida de masa de hielo en los glaciares, y en un aumento significativo del nivel del agua del mar. Esos dos grados de subida de la temperatura media estaban relacionados con una radicalización de las condiciones climáticas, con más calor en zonas templadas y una mayor frecuencia de eventos extremos, de enorme poder destructivo. Olas de calor extremo, borrascas y tormentas verdaderamente virulentas, con graves inundaciones, o sequías severas. Mucho más, en la línea de lo que hoy en día ya se está produciendo. Y que no haya cambios, como ahora se dice, en la Corriente del Golfo…

Sí, todo ello es hoy una realidad, ante la que la miope construcción político-administrativo-económico-social de la Humanidad no está preparada para hacerle frente. Lo vemos cada día cuando analizamos con perspectiva mundial lo relativo a la pandemia causada por la irrupción en nuestras vidas del SARS-CoV-2, a pesar de los esfuerzos de la comunidad científica, y lo confirmamos cada vez que nos acercamos a problemas reales y contundentes, muy por encima de nuestros egos, nuestras vanidades, nuestra insolidaridad y esta forma de vivir peculiar, ligada al Derecho y a la Economía. Una forma de organización de la que mi amigo el “señor Y”, marciano que un día visitó la ciudad para explicarnos lo raros que somos, estaba altamente sorprendido. Y es que, mientras los hombres y las mujeres del Derecho y la Economía tomen las decisiones, maquilladas por comunicadores y publicistas, estaremos así… desnortados y confundidos. ¿Por qué? Pues quizá porque todos esos ámbitos son constructos creados por la especie humana, capas de cebolla superficiales —y, por tanto, arbitrarias y prescindibles— que, a pesar de su refinada elaboración, poco tienen que ver con los problemas reales del planeta y, por ende, de nosotros como seres físicos.

Desde tales instancias el cortoplacismo es meridiano. Y si esto se combina con dinámicas de elección periódica de los representantes de todas y todos a partir de cantos de sirena al conjunto de una población exhausta y depauperada, pues mucho más. La agenda está hoy orientada a lo vano y superficial, que es en lo que se fija la mayoría de nosotros. Y las cuestiones serias de verdad, como la relativa a nuestro papel en relación con la dinámica planetaria, quedan supeditadas a otros intereses, de naturaleza económica y ligados siempre a la codicia de unos pocos.

Porque, miren, tal y como están las cosas no es el momento de la mundialización. Todo lo contrario. Es el momento de la economía en corto, de aprovechamientos tecnológicos de primer nivel para construir un conjunto de sociedades mucho más pequeñitas en lo relativo a los intercambios. Es el momento del kilómetro cero, de renunciar a las enormes huellas de carbono de muchos de los engendros con los que se han amasado —y se amasan— las grandes fortunas. De un cierto nivel de autoconsumo. Y de anteponer sostenibilidad en todos los sentidos a otras cuestiones. Pero el concepto mismo de sostenibilidad, como todo en esta vida, ha sido engullido y asimilado por quien precisamente tiene prácticas no sostenibles, en la línea que el otro día apuntaba un amigo y reconocido profesional en redes sociales. Y, con ello, el desastre está servido. Y es que no puede ser que nos convenzan de que un jersey producido en una esquina del mundo a partir de las telas que se crean en otra parte, con los tintes de un tercer lugar y el diseño de un cuarto es lo más sostenible para vender, pongamos por caso, aquí. Desde el punto de vista de la competitividad económica y las economías de escala claro que sí, y eso lo sabemos todos los que hemos hecho programas de alta dirección y dirección estratégica en escuelas de negocios solventes. Pero nunca desde una lógica ambiental. Acaso, ¿aquí no sabemos coser? ¿No tenemos materias primas más locales? Saldrá más caro, y podremos variar menos, pero… mucho más sostenible es. ¡Es que, ¿saben?, he visto lechugas españolas en mercados africanos!

Cortoplacismo, pues. Metas diferentes a las enunciadas. Intereses de los que dicen una cosa y actúan por otros caminos. Y, con tales mimbres, los resultados que hoy acariciamos… Un sexto informe del IPCC que, directamente, mete miedo. Créanselo, no es “guay” que Galicia vaya a ser Galifornia, digan lo que digan los publicistas.