Tengan ustedes un buen día. Si todo va según lo previsto, el próximo día que nos veamos por aquí ya será 1 de septiembre. Agosto finiquitado, ya ven. Y es que el tiempo fluye y, poco a poco, va concatenando días claros y días oscuros que, en conjunto, conforman cada una de nuestras bitácoras. Un hilo argumental para cada uno de nuestros devenires planetarios donde solamente existe algo inmanente: el cambio. A veces loco, a veces imperceptible, pero siempre entre nosotros.

Lo que no muda, queridos amigos y amigas, son determinados “tics” que siguen comprometiendo una convivencia armónica entre todos los que, en cada momento, tienen la suerte de engrosar la nómina de los vivos. En realidad sí que cambian, sí, pero no a una escala en la que lo podamos percibir y, sobre todo, que produzca efectos reales en la vida de las personas. Echo de menos estos cambios. Me estoy refiriendo al racismo, por ejemplo, y no a ese tan evidente y claro que a casi todos nos aterra de alguna manera, sino a los microrracismos cotidianos. Más sutiles, claro, pero basados en lo de siempre: datos erróneos o adulterados y un proceso de reflexión inadecuado, que lleva a identificar grupo humano y problemática asociada, sin que estos sean conexos en algún modo.

El otro día hablaba yo de estas cosas con un buen profesional al que aprecio y que, sin embargo, no atiende a razones cuando le expongo mis ideas en este sentido. La conversación con él, siempre agradable, inspira estas letras. Y me hacen volver a un tema sobre el que ya hemos hablado, en su día, largo y tendido.

Miren, la personalidad de cada uno es el aporte principal a su forma de ser y de comportarse con los demás. Hermanos educados exactamente igual son, muchísimas veces, como el día y la noche. Y yo he constatado que muchas veces tenemos más que ver con alguien que vive en Tanzania o en Kuala Lumpur que con nuestro vecino de escalera. El ambiente nos provee de algunos rasgos culturales y sociológicos comunes, pero ya está. Y, ante estos, personalidades diferentes implican formas de ser y de entender la vida radicalmente distintas. Es lo que, poniéndome pedante según el modelo de Hamilton de la Mecánica Clásica, enunciaría diciendo que los rasgos ambientales, el gentilicio, vienen a ser el quinto o sexto término en la serie de potencias del Hamiltoniano presente en nuestra integral de acción. Y, con menos Matemática, lo que les decía ya antes: ser gitano, ser negro, ser gallego o murciano o ser de la Conchinchina no es garante de nada ni te lleva indefectiblemente a nada. Lo importante es cómo seas tú. Y, de hecho, entre los gallegos hay bajitos, altas, guapos y no tanto, llenos de pelo o más calvos, muy inteligentes, menos inteligentes, más honradas o menos pendientes de los demás. De todo. Somos un verdadero caleidoscopio de la realidad, y creo que tal estructura territorial —precisamente, la ausencia de estructura alguna— se repite por doquier. La personalidad de cada uno es, como les digo, lo que marca la diferencia.

Aplico esto a los gitanos, ya que la conversación iba de esto, punto por punto. En mi vida he ido conociendo a muchos, a muchísimos, fundamentalmente por razones profesionales. Y, entre ellos, hay de todo. Exactamente igual que entre los payos. O entre los de Huesca. O, si me piden más concreción, entre los de Sabiñánigo. Hay gentes más honestas, otras mucho menos, hay gentes más folklóricas y otras que no. No vayan ustedes a ser como aquel conductor de autobús del que les he hablado en más de una ocasión y que, hace ya años, me decía en Frankfurt “Oh, España, oh, sol, toros, paella”, cuando se dirigía con su autobús, conmigo dentro, a Galicia. ¡Menudo chasco se llevó! Y es que no, ni aquí comemos paella todos los días, ni tenemos todos un traje de torero, y muchas veces llueve. Pues lo mismo en cada lugar del mundo. Aparquen el tópico, y conocerán mejor.

Por eso jamás hablaré de los gitanos como colectivo. Haré como el intelectual que, interpelado sobre los estadounidenses, afirmó “No sé, no los conozco a todos”. Yo, como les digo, he conocido a muchas personas y, muchas de ellas, gitanos. Y me he encontrado a buenas personas, otras mucho más dudosas, y toda la panoplia de posibilidades que, también, descubrí en la población general. Sí que es cierto que, en el caso de la etnia gitana, la presión de grupo es mucho mayor, tanto para bien como para mal. Y así como son un conjunto humano donde la solidaridad inter e intrafamiliar es todo un ejemplo para nuestra desnortada sociedad, también es cierto que la gestión de la diversidad o la situación de la mujer están mucho más ancladas en épocas pretéritas. Y tal presión de grupo mayor, claro está, refuerza algunos rasgos comunes. Pero solamente eso. La personalidad de cada individuo sigue siendo lo más importante...

Y, por si a alguien le queda alguna duda sobre mi parcialidad o no, les diré que el episodio más traumático de mi vida lo sufrí cuando alguien me robó, siendo un chaval, a punta de navaja en Santiago. Algo cuyas consecuencias por decisiones entonces precipitadas me siguen afectando hoy. Denuncié ante la Policía y, en escasos minutos, tenían claro quien había sido: una persona en situación de toxicomanía y altamente reincidente. Y sí, fue un gitano portugués. Ya ven. Pero esto en concreto no quiere decir que yo haya realizado un proceso mental tan simple como para ligar la categoría “ser gitano” o “ser portugués” con “ser delincuente”. Son cosas diferentes, porque hay muchísimos gitanos muy honrados y muchísimos portugueses que también. Y muchos que no son gitanos y que no son portugueses que cometen tropelías. No hay algo indeleble en el ADN de cada uno que implique un comportamiento delictivo. Asumir lo contrario es peligroso y, si no, que se lo pregunten a los responsables del Holocausto.

No seamos simples. No confiemos en el tópico como forma de aligerar los procesos racionales. Seamos mucho más analíticos. Les aseguro que, si es así, discerniremos mejor entre los comportamientos de algunas personas, por un lado, y sus características personales o de grupo. Tomen nota: los catalanes no son tacaños, los gallegos no son idiotas ni los vascos brutos. Y eso es independiente del hecho de que en la Cataluña urbana sea más habitual pagar cada uno lo suyo, en Euskadi se levanten piedras como deporte, entre otros muchos de fuerza, o los gallegos hayamos sido tantas veces tildados de... muchas cosas.

Cuídense y cuiden a los demás. Y cultiven su propio jardín. Si no ponemos cortapisas al crecimiento del de los otros, a lo mejor somos todos un poco más felices. Que haya que ser contundente con la delincuencia —y yo lo sería mucho más— es otra historia, independiente de las características personales de quien la ejerza. No hay categorías prefijadas. Hay personas.